Delitos de lesa humanidad, de funcionarios públicos y sistema judicial en materia penal Por JULIO B. J. MAIER

MaierPonencia del Prof. Dr. Julio B. J. Maier, expuesta el 25 de septiembre de 2013, en el marco del
Congreso de Derecho Penal realizado en la Facultad de Derecho de la Universidad de Buenos Aires
(U.B.A.) los días 25, 26 y 27 de septiembre de 2013. Delitos de lesa humanidad, de funcionarios públicos y sistema judicial en materia penal.
Por JULIO B. J. MAIER
1. Quisiera demorarme algo en ciertas advertencias preliminares. La primera se vincula a mi idoneidad. Salvo una excepción, con suerte dos y hasta —con benevolencia— tres, si se considera otra sólo publicada en idioma extranjero, yo no me he ocupado de estas categorías de delitos en el
Derecho penal y las excepciones datan de, por lo menos, dos décadas atrás. No creo que, a mi edad, pueda volver sobre el problema más que con consideraciones pasadas, de algún modo genéricas para el sistema penal, y, entre ellas, con un rechazo casi total de la elaboración que domina el
sistema penal internacional de la primera categoría de delitos enunciada y su persecución judicial, reglamentación básicamente injusta, a mi juicio.
Me referiré, entonces, tan sólo al Derecho que rige en nuestro ámbito nacional y sus posibilidades de realización judicial, con las límitaciones indicadas.
2. La segunda advertencia, en verdad, no es tal. Se refiere a los avances ya logrados por la justicia penal argentina en gran medida. Si dejamos de lado críticas quizás correctas o manifestaciones de textos que consideramos mejores, la reforma del procedimiento penal en la República Argentina es, según mi criterio, la que ha posibilitado el juzgamiento de los delitos que esta sección pretende estudiar desde su ángulo judicial. Esa reforma, que comienza posiblemente de modo tímido con la ley federal de habeas corpus (década de los 70´, en uno de los regresos frustrados a las
instituciones republicanas y democráticas), sigue con la ley que estableció el procedimiento que dio lugar al llamado «juicio contra los comandantes», desarrollado por la Cámara Federal de la capital de la República, procedimiento que, en principio, introdujo el juicio oral y público,
desconocido y combatido en la ciudad de Buenos Aires, según el texto del entonces Código de Córdoba, vigente desde 1940, prosigue con el proyecto ambicioso de reforma de la justicia penal de 1986, que comprendía no sólo un nuevo Código procesal penal adaptado a la época, sino que transformaba la organización judicial mediante una ley especial para la justicia federal y
contenía también una pequeña reforma del Código penal para posibilitar ciertas instituciones procesales, para culminar en el CPP Nación de 1993, que hoy nos rige con varias reformas, producto del fracaso legislativo del proyecto anterior y de la asuncíón anticipada de un nuevo gobierno federal que otra vez eligió e impuso el texto cordobés de 1939. A todos estos
textos, si prescindimos de detalles, de críticas particulares y del papel que cada uno de ellos jugó en la apertura de la justicia penal, se debe la introducción en la práctica judicial del llamado «juicio público», con sus características de oralidad, de concentración, de continuidad, no otra cosa
que la vigencia real de los principios de inmediación y de publicidad bien comprendidos y no tan sólo mentados como aspiración ideal correcta pero no como práctica habitual de los jueces ni como condición de validez del juicio.
Si he expresado todo esto sintéticamente no sólo se debe a mi gusto personal. Por lo contrario, quiero expresarles que, en materia penal, sin el contenido jurídico de esa suscinta enumeración no se hubiera llegado nunca al «juicio contra los comandantes», a los juicios por delitos de lesa
humanidad que existieron y existen aún hoy en el territorio de nuestro país, a las condenas que fueron dictadas contra los represores del sistema autoritario anterior a 1984 y que continúan siendo procesadas en los tribunales de Argentina hasta alcanzar a los partícipes extramilitares de los abusos; valga la pena decirlo: tampoco se hubiera llegado a las absoluciones pronunciadas. No se trata del único factor ni de la única explicación del fenómeno que —creo— debe enorgullecernos a quienes habitamos esta tierra, casi único en la historia universal, pero sí de un mojón, si se quiere formal, pero importante para su realización. Esto quiere decir que el sistema penal ingresado a nuestro país con la reforma del enjuiciamiento judicial, con todos los obstáculos que se le pusieron, con todos los palos en la rueda que se introdujeron para que esa rueda se detenga, funciona y funciona al menos relativamente bien, gracias a aquellos principios. El primer paso está dado y es un paso largo, de gigante, que nos coloca, como saben, en la cima del mundo civilizado por el respeto y el valor que acordamos hoy a los derechos humanos en nuestro país, notan sólo declamativamente, sino, antes bien, en la práctica judicial, gracias también a otros factores políticos tan o más importantes que el jurídico mencionado. Más allá de modificaciones de detalle que podemos discutir —pero siempre sobre la base inclaudicable de los mismos principios—, las
demás ramas judiciales deberían tomar ejemplo de su rama penal y establecer, por fin, procesos por audiencias en estricto sentido y para la gran mayoría de los litigios.
No me voy a referir a este paso de gigante ya dado, porque él es conocido por nosotros académicamente y sacó carta de ciudadanía en el sistema penal, al punto de que, más allá de detalles que aún podemos debatir, estimo que nadie se animaría a defender hoy, ni siquiera
académicamente o con seriedad, un enjuiciamiento contrario a aquellos principios. Prefiero gastar el tiempo que me han dado en afirmar ciertas proposiciones, necesarias a mi juicio, que todavía no han alcazado realización, al menos efectiva, en los temas de esta sección. Yo siempre he defendido para los delitos graves y, por supuesto, allí se incluye sin la menor duda a los categorizados como de lesa humanidad, el enjuiciamiento por jurados que prevé en tres ocasiones nuestra Constitución nacional para los crímenes, antigua denominación del sistema clasificatorio francés para los delitos graves. La CN lo prevé como derecho ciudadano (parte Asociación Argentina de Juicio por Jurados dogmática, art. 24), lo prevé como obligación legislativa parlamentaria por «ley para toda la Nación» (art. 75, inc. 12) y lo vuelve a prever en el capítulo dedicado a la organización judicial (art. 118). Salvo algunos experimentos provinciales, cuyas constituciones —a mi juicio sin competentencia legislativa para decidir sobre este tema— también se refieren al punto, estas cláusulas constitucionales federales nunca vieron la vida, apenas si se asomaron al parto, sin nacer, incluso jurisprudencialmente. Pues es en esta materia, seguramente, donde más puede recomendarse su utilización por varias razones primarias: a) se trata, como hemos dicho, de crímenes gravísimos, los más graves que conocemos por su extensión, en escala, perpetrados con abuso del poder político y la fuerza física estatal, pero utilizada antijurídicamente, contra grupos de
personas y por razones de raza, religión o cualquier otra forma de interés político; b) los jueces profesionales, expertos en procedimientos judiciales y designados por esa razón, nunca deberían inmiscuirse en tareas que obligan a una definición política, pues se trata de una entelequia pretender objetividad fuera de toda ideología en un ser humano pensante; lo mejor parece ser la conformación de un tribunal con el número de ciudadanos tan grande y tan variado (sexo, raza, edad, educación, profesión, a excepción de la de jurista, religioso o funcionario, etc.) como fuere posible, a quienes sólo se les pide que juzguen con honestidad sobre el contexto acusatorio y
se los instruye sobre los contenidos de la ley penal por parte del juez o jueces profesionales. No trataré detalles.
No creo que a esto se le pueda llamar seriamente enjuiciamiento popular ni que constituya el non plus ultra de un sistema democrático, pero forma parte, al menos para nosotros, de aquello que nuestras instituciones básicas consideran como Poder Judicial en una república democrática,
desde los albores de nuestra independencia política (Reglamento de Seguridad Individual de 1811) y de nuestra organización constitucional (1853/60). El jurado contribuirá, ciertamente, a desentronizar una justicia de clase, a deshacer el lenguaje encriptado con el que ella se expresa, en
ocasiones sin posibilidad de ser entendido fuera de un círculo menor de ciudadanos, ininteligible hasta para el propio justiciable, a similitud de aquello que sucede con una casta sacerdotal; contribuirá también a tornar menos esotérica y más descentralizada la administración de justicia, a
desmitificar el Derecho y la ley, que pretenden conducir nuestra vida gregaria, y fundamentalmente en materia penal, a requerir cierto tipo de «aprobación ciudadana» para la aplicación de la coacción estatal grave. El juicio por jurados auxiliará, asimismo, a un propósito fundamental relativo a aquello que podría denominarse democratización o independencia interna de los tribunales. Resulta evidente que él, por tendencia, conduce a la tan ansiada horizontalización de la organización judicial, al independizar las decisiones materiales de aquellas de los tribunales jerárquicos y, con ello, contribuirá, también, a deshacer la llamada —con razón— «cultura inquisiva», tan arraigada en nuestro ámbito judicial, con sus secuelas de delegación y devolución de funciones, propias del sistema inquisitivo. Puede que algún día desaparezca o se modere
nuestra organización jerárquica de los tribunales, se consagre la igualdad de
poder en el gremio de jueces profesionales y, con ello, la organización
judicial gane también en imparcialidad. Los jueces dejarán de ser
delegados de la divinidad en la tierra de los humanos, para pasar a ser
servidores públicos, expertos en administrar la labor judicial, y se
desprenderán del lastre de «decir justicia».
Por la misma razón anterior, tiempo y brevedad, tampoco puedo
entrar en detalles. Pero sí es importante remarcar que esta concepción de la
organización judicial tendrá amplia repercusión sobre el control de las
decisiones judiciales, último tema a tratar en este relato.
5. Todo lo dicho, referido al juzgamiento de delitos graves como son
los de lesa humanidad, debe repetirse para otra área de delitos aquí
comprendidos: los delitos, al menos dolosos, de funcionarios. Nada mejor
que el juicio ciudadano para juzgar a los funcionarios públicos imputados,
con antecedentes constitucionales valiosos entre nosotros en relación a la
conservación del poder político conferido popularmente. Detalles aparte,
pues deberíamos recorrer el área para decidir qué delitos incluimos y
cuáles, eventualmente, excluimos, este ámbito se presta por excelencia para
probar la aptitud y la eficiencia de los tribunales integrados por jurados.
6. Por último, deseo referirme a otro problema jurídico-político que
no opera sólo para estos delitos, sino que, antes bien, tiene implicaciones
generales sobre el sistema de persecución penal. Se trata del control de las
decisones judiciales, aquel tema que los abogados resumimos con la voz
recursos o impugnaciones. En verdad, este problema representa una
consecuencia práctica del modo en que se encara la organización judicial.
Si persistimos en la cultura inquisitiva, adoptaremos un sistema de
organización jerárquico y dependiente de instancias superiores, esto es,
contrario a la independencia de los jueces postulada por principio en una
república democrática, cuyo poder de juzgar se delega en funcionarios
inferiores para luego recuperarlo, en ocasiones tras varias etapas, por
devolución a los funcionarios superiores —de allí el efecto devolutivo que
caracteriza a los recursos—, tribunales superiores que controlarán la
justicia del caso y decidirán en definitiva. La Inquisición procedió
coherentemente al crear este sistema, pues, al centralizar todo el poder
político en el soberano —incluido allí el poder de juzgar a sus súbditos—,
con la creación del Estado-nación, él era quien comenzaba la delegación de
funciones en sus funcionarios inferiores y él también la instancia donde
terminaba la devolución de ese poder delegado para controlar su aplicación.
Los recursos constituyen el mecanismo procesal para operar ese tipo de
control jerárquico, pero no debe olvidarse que en múltiples ocasiones
procedían de oficio, esto es, sin queja alguna por parte de los interesados en
el asunto y la decisión eventual significaba un puro control político del uso
del poder, tal como sucedió específicamente en el Derecho indiano del
conquistador español (con alguna extensión en la consulta, mecanismo
procesal utilizado en varios países hispanoamericanos durante los siglos
XIX y XX).
Otra consecuencia, no menos disvaliosa en el sentido republicano,
fue el registro de los actos procesales, las actas escritas del actuario, en
origen, únicos elementos válidos para fundar las decisiones judiciales: quod
non est in acta non est in mundo. Ellas, precisamente, permiten el
funcionamiento de la par conditio —regla mater de los recursos— esto es,
no sólo el control sino, antes bien, que controlante y controlado tuvieran un
mismo objeto de información y de juicio. Todo lo contrario indica el
procedimiento por audiencias, pues cada tribunal conoce y juzga por el
resultado de su propia audiencia, como corresponde a un buen sistema
republicano y democrático, sin delegación y devolución de funciones entre
funcionarios con rangos jerárquicos distintos. El principio de inmediación,
la oralidad de las audiencias, que exigen que los actos judiciales se
cumplan en presencia de quienes van a decidir y de aquellos que toman
parte en el juicio, reemplaza con virtudes democráticas a los registros.
A mi juicio, la supresión del sistema de recursos y su reemplazo por
una decisión política que nos coloque, en cada decisión judicial, frente a la
clase y el número de jueces que representen la aproximación al ideal de
justicia lograda, la mejor garantía de acierto y ecuanimidad en el juicio,
constituye el mecanismo superador del sistema. De todos modos, los
recursos no representan otra cosa que una desconfianza en la integración
originaria del tribunal decisor, ya por el número o por la clase de jueces
integrantes del tribunal; así, tememos el yerro del juez unipersonal e
inexperto que delibera consigo mismo y creemos que un tribunal ocupado
por un mayor número de jueces, colegiado, con mayor deliberación para
decidir, por jueces más antiguos y, por tanto, más expertos, corregirá esos
errores. La experiencia enseña no sólo que esta afirmación es incorrecta
desde varios puntos de vista, sino que, además, subsiste la pregunta: ¿por
qué razón no colocamos a estos últimos jueces, a esta última integración,
más experta, mejor formada, etc., a juzgar de entrada?, en lugar de perder
tiempo y dinero con varias instancias hasta llegar a la integración que
creemos adecuada. De allí también, precisamente, la elección de jurados en
el mayor número posible para los procesos que el tema abarca.
He aquí, en toda su extensión, el factor más importante del peor
problema que soporta, sin solución hasta ahora, la administración de
justicia gracias a la proliferación de los recursos, al sistema de control de
las decisiones judiciales que ellos mentan y a la organización judicial
vertical de la que ellos parten: la prolongación temporal indefinida y
siempre extrema de los litigios y las decisiones judiciales. La derogación
del sistema de recursos y su reemplazo por una decisión como la
sintéticamente esbozada puede colaborar a fundar una justicia cumplida,
precisamente porque puede calificarse de pronta.
6. Aclaro: al menos en materia penal debe subsistir un recurso, el
recurso del condenado por una sentencia derivada de un juicio público.
Tanto la legislación internacional (convenciones universal y regional sobre
derechos humanos), ratificada por nuestro país, como la nacional de rango
constitucional (CN, 75, inc. 22) imponen la necesidad de prever la
posibilidad de un recurso para el condenado. Se trata, dicho en términos
sencillos, del derecho del condenado a que se controle la sentencia
originaria, de su derecho a tener, eventualmente, una segunda chance u
oportunidad judicial para defender su caso, si el yerro por el cual impugna
la primera sentencia tiene visos de seriedad, resulta plausible. Por ello es
correcto denominar a esta garantía doble conforme: si la segunda decisión
confirma la primera condena —eventualmente bajo una calificación
jurídica o pena distinta, pero siempre favorable al condenado— la garantía
ha sido satisfecha y la condena puede ser cumplida; si la segunda decisión
revoca la primera condena y absuelve o condena de modo más leve, esta
última es la que rige.
Pero lo notable del caso resulta ser que este derecho del condenado
viene a confirmar la necesidad de variar el sistema de control de las
decisiones judiciales, por varios motivos, y concede sentido político a la
variación, que sólo puede marchar hacia la eliminación de los recursos, en
este caso, del acusador. Un acusador fracasado, ya porque el tribunal
absuelve o porque condena, pero a una consecuencia jurídica de menor
importancia que la requerida por él, debe carecer regularmente de queja
contra la sentencia, maguer posibles excepciones mínimas y tolerables. En
primer lugar, sucede que, desde el punto de vista práctico, casi diría
matemático, si se concede recurso contra la sentencia al acusador, el
procedimiento carece de solución, pues se produce un regresus in
infinitum: el imputado absuelto en la «primera primera instancia» y
condenado en la «segunda primera instancia» —porque de ello se trata—,
podrá recurrir esta última, en realidad su primera condena, merced al
derecho al recurso; si logra éxito con su recurso es ahora el acusador el
titular del recurso, y así sucesivamente. Ésta es la desembocadura fatal del
llamado principio de bilateralidad, tan en boga como sostenido
actualmente con hipocresía.
En segundo y tercer lugar sobrevienen dos obstáculos jurídicos de
primer orden para tornar recurrible la sentencia por el acusador: la garantía
del ne bis in idem y la prohibición de la reformatio in peius, ambas también
de rango constitucional en el Derecho interno y en el internacional. Según
la primera, el condenado no puede ser perseguido nuevamente por el
mismo hecho, una vez que fue juzgado, maguer el error que pudiera existir
en la sentencia que lo beneficia: no puede ser sometido nuevamente al
riesgo de una condena o de una condena más grave. Conforme a la segunda
cláusula, una decisión posterior de condena, sólo posible de ser provocada
por el recurso del condenado, no puede ir más allá del primer juzgamiento,
si, como corresponde, se entiende la garantía, conforme a su destino, como
de orden material y no se la interpreta formalmente según aprecian la
mayoría de los juristas argentinos en la materia. De más está aclarar que el
destino de esta última garantía es posibilitar el recurso del acusado sin
temores formales a que los recursos puedan ser utilizados en su contra.
Contra ambas garantías, correctamente interpretadas, choca el recurso del
acusador, imposible, por regla general, según ellas.
7. ¿Qué quedó de todo esto? Creo que tres afirmaciones. La primera:
la reforma ya habida del enjuiciamiento penal hacia un procedimiento
público, con vigencia del principio de inmediación, comunicación oral y
continuidad de audiencias ha posibilitado el juzgamiento de los delitos de
lesa humanidad cometidos en nuestro país en años de gobiernos
dictatoriales; también lo ha hecho en materia de delitos dolosos de
funcionarios, aunque en esta materia no se exhiba a sus resultados tan
públicamente. Una nueva reforma es posible, para mejorar el rendimiento
judicial, pero no parece imprescindible ni tendrá el impacto de la ya
sucedida. Hasta aquí, nuestro agradecimiento al sistema judicial reformado.
La segunda: parece conveniente establecer de una buena vez el juicio
por jurados por ley general para toda la Nación, más que anciana deuda del
Congreso de la Nación que no tuvo nunca en cuenta los textos
constitucionales al respecto. Y, precisamente, parece conveniente en estos
temas que abarca el título de esta sección, delitos de lesa humanidad
(graves por sí mismos) y acusaciones por delitos dolosos de funcionarios
públicos.
La tercera: conforme a este sistema procesal se debe reformular el
régimen de control de las decisiones judiciales, tanto de las interlocutorias
como de las sentencias, introduciendo un proceso por audiencias,
determinando claramente con cuáles y cuántos jueces debe integrarse un
tribunal para decidir un asunto o problema procesal determinado y, por fin,
eliminando los recursos del acusador contra la sentencia definitiva —salvo
excepciones tolerables— y concediendo al condenado la posibilidad de
demostrar yerros posibles en la sentencia de condena o en aquella que le
impone una medida privativa de libertad.

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