Cómo se redujo la población carcelaria en los Estados Unidos, mejorando la seguridad, Por Petersilia y Cullen. Abeledo Perrot RDP 2017-10-1970

Garantistas, sí; ingenuos, no: cómo cumplir la promesa de reducir la población carcelaria en los Estados Unidos    

Por Petersilia, Joan; Cullen, Francis T.

«… los aumentos súbitos de la tasa delictiva les facilitan a los políticos astutos la posibilidad intermitente de asegurar que las víctimas son ignoradas, que las penas son poco severas y que se requiere una ardua guerra contra la delincuencia…»
I. RESUMEN
Ciertos factores han convergido, en un cúmulo inusual de factores determinantes, para interferir con el incontrolable incremento de la tasa de encarcelamiento en los Estados Unidos y, a su vez, contribuir a la concientización de que el encarcelamiento masivo continuado es insostenible. En este contexto, la disminución de la población carcelaria estadounidense parece ser una alternativa viable. Para aquellos garantistas que durante mucho tiempo reclamaron limitaciones al encarcelamiento, el desafío yace en cómo cumplir con la promesa de reducir la población carcelaria. El fracaso de reformas anteriores destinadas a reducir la población carcelaria permanece latente a modo de recordatorio aleccionador de que no es fácil transformar buenas intenciones en resultados exitosos. Asimismo, existen otras razones por las cuales podría fracasar la reducción significativa de la población carcelaria, por ejemplo, el alto índice de encarcelamiento que debe enfrentarse, los limitados mecanismos disponibles para la liberación de reclusos y la falta de programas alternativos adecuados. Así y todo, también existen razones para ser optimistas. La más importante de ellas es que el paradigma del encarcelamiento masivo está perdiendo legitimación y, como resultado de ello, surgieron diversas iniciativas para disminuir la población carcelaria y cerrar cárceles en varios Estados. Este tema también se mantendrá en el centro del discurso penitenciario como consecuencia de la sentencia dictada por la Corte Suprema de los Estados Unidos que ordenó la reducción de la población carcelaria en el estado de California. Esta experiencia aún está en desarrollo, pero ya está revelando la problemática de la cuestión al arrojar una combinación de resultados (por ejemplo, el hecho de que la población carcelaria disminuyó en las cárceles estatales, pero aumentó en las cárceles de los condados). En definitiva, para una efectiva reducción de la población carcelaria se deben seguir lineamientos «garantistas pero no ingenuos». Por lo tanto, los esfuerzos por reformar la situación actual no sólo deben basarse en postulados garantistas, sino también en conocimientos científicos en materia de ejecución penal y en la predisposición para abordar las cuestiones pragmáticas que puedan atentar contra las buenas intenciones. A la larga, debe desarrollarse una «criminología de reducción de la población carcelaria» a los fines de alentar intervenciones políticas efectivas.
II. INTRODUCCIÓN
Casi toda nuestra vida adulta fuimos testigos del incremento constante y en apariencia incontrolable de la población carcelaria estadounidense. Cuando recién comenzábamos a dar nuestros primeros pasos en este campo, los servicios penitenciarios estatal y federal alojaban alrededor de 200.000 internos, una cifra que más tarde llegaría a más de 1,6 millones. Para el año 2007, el cómputo diario de delincuentes privados de su libertad en algún tipo de establecimiento penitenciario, incluidas las cárceles de los condados, alcanzó su punto máximo al superar los 2,4 millones. Cada día, 1 de cada 100 adultos en los Estados Unidos estaba privado de su libertad, cifra que en el año 1970 era de sólo 1 cada 400 (Pew Center on the States, 2008; Right on Crime, 2014a). En
palabras de John Dilulio (1991), parecía «no haber escapatoria» a este futuro de encarcelamiento masivo. De hecho, parecíamos tener una «adicción al encarcelamiento» (Pratt, 2009).
Sin embargo, nos olvidamos de que el futuro no está definido totalmente de antemano. Lo cierto es que el futuro va siendo moldeado por la terca realidad, p. ej., el flujo de delincuentes a los sistemas penitenciarios. Pero ese futuro puede adoptar una nueva forma cuando se quiebra la realidad construida socialmente y se ejerce presión para cambiar el rumbo de las políticas públicas. Por ejemplo, en el año 2008, de repente se produjo un punto de inflexión de ese tipo: una profunda recesión financiera que afectó el presupuesto de los Estados e hizo que el desproporcionado gasto continuo que representa el encarcelamiento masivo se viera como un exceso que, como se lo solía calificar entonces, resultaba «insostenible». Por ende, el ajuste del presupuesto requería que muchos gobernadores y demás funcionarios elegidos democráticamente explorasen nuevas alternativas para disminuir el índice diario de población carcelaria. En el año 2009, por primera vez en treinta y ocho años, la población carcelaria a nivel estatal en los Estados Unidos disminuyó y desde entonces esa tendencia se mantuvo en el tiempo (Pew Center on the States, 2010; Glaze y Heberman, 2013).
En consecuencia, tenemos frente a nosotros la gran oportunidad de formular una política en materia penal y penitenciaria: la posibilidad de reducir la población carcelaria en los Estados Unidos. Este acontecimiento será bienvenido por aquellos que tienen una visión garantista en materia de ejecución penal, entre ellos, la mayoría de los criminólogos. Durante mucho tiempo los garantistas argumentaron que el uso de la pena privativa de la libertades era racialmente desigual, ineficaz a los efectos de reducir la tasa delictiva y excesivo en su alcance (véase, p. ej., Clear y Frost, 2014; Currie, 1998). Aunque la derecha no adhiera totalmente a esta postura, ésta forma parte de la opinión cada vez más generalizada de que llegó el momento de disminuir la población carcelaria.
El punto central de este trabajo es que, a pesar de estos acontecimientos relevantes, los garantistas deberían evitar categóricamente vanagloriarse de «haber tenido la razón, después de todo». En materia de ejecución penal, los más progresistas han sabido exponer todo lo que no funciona, pero no pudieron demostrar aquello que sí funciona. Es decir, hemos sido mejores para la destrucción del conocimiento que para su construcción (Andrews y Bonta, 2010; Cullen y Gendreau, 2001). Por tanto, que tengamos la oportunidad de formular una nueva política en materia penitenciaria no significa que vayamos a tener éxito, ya que esa oportunidad puede fallar. El desafío que afrontamos es que la reducción de la población carcelaria podría realizarse de manera «ingenua», lo que conduciría al fracaso o, en el mejor de los casos, al mantenimiento del statu quo. En conclusión, debemos desarrollar una nueva «criminología de reducción de la población carcelaria» que pueda contribuir al debate de políticas que nos permita determinar el mejor camino hacia la disminución del índice de personas privadas de la libertad. Debemos luchar por ser «garantistas pero no ingenuos» (Cullen, 2002).
Por lo tanto, nuestro objetivo es comenzar a analizar cómo se podría cumplir la promesa de reducir la población de las cárceles en los Estados Unidos. Vamos a realizar dicho análisis en el siguiente orden: en primer lugar, sugerimos que, por el momento y aun en forma limitada, la era del encarcelamiento masivo en los Estados Unidos probablemente haya terminado. Aun así, si la reducción de la población carcelaria no se lleva a cabo adecuadamente, podría surgir un llamado a una nueva guerra contra el delito. Una mirada al pasado nos recuerda seriamente que, en palabras de Rothman (1980), la consciencia puede ser corrompida por la conveniencia, es decir, que no alcanza con tener buenas intenciones. Las reformas que se llevan a cabo con el fin de reducir la población carcelaria no siempre logran los resultados previstos. En segundo lugar, y siguiendo esta línea de pensamiento, detallamos cinco razones por las cuales podría fallar una reforma tendiente a reducir la población carcelaria. En tercero, no creemos que el fracaso sea inevitable y especificamos cinco razones por las cuales la reforma podría tener éxito. Cuarto, analizamos el mayor experimento de reducción de la población carcelaria que actualmente se está llevando a cabo en California y las lecciones, tanto positivas como negativas, que se pueden extraer de esta experiencia actualmente en curso. Por último, concluimos el análisis con cinco principios que deben tenerse en cuenta en todo intento de disminuir la población carcelaria. El objetivo es articular un enfoque que considere las ideas progresistas («garantista») y a la vez aprecie la importancia de la ciencia y del pragmatismo («no ingenuo») a la hora de encarar el intimidante desafío de reducir la población carcelaria de los Estados Unidos.
III. EL FIN DEL ENCARCELAMIENTO MASIVO
Al decir que la era de encarcelamiento masivo «finalizó» no estamos sugiriendo que se están abriendo de par en par las puertas de las cárceles y los reclusos están inundando la sociedad. Sin embargo, tras casi cuatro décadas de ineludible aumento de la población carcelaria, ocurrió algo trascendental: tal aumento cesó en gran medida.  Este cambio de rumbo fue limitado pero inconfundible. Así, desde 2009, la población conjunta de las cárceles estatales y federales descendió año a año (Glaze y Herbermann, 2013). El Gráfico 1 muestra que a finales de 2012, la población carcelaria de los Estados Unidos era de 1,57 millones de personas, lo que representa un descenso del 1,7% con respecto al año anterior (Carson y Golinelli, 2013b) (1).
El ingreso de delincuentes a las cárceles de los Estados Unidos disminuyó por sexto año consecutivo. A inicios del año 2012, los ingresos a las cárceles cayeron un 9,2%, lo que representa 61.800 ingresos menos (Carson y Golinelli, 2013b). Entre 2009 y 2011, más de la mitad de los Estados decidieron disminuir sus tasas de encarcelamiento (Pew Charitable Trusts, 2013).
Garantistas, sí; ingenuos, no: cómo cumplir la promesa de reducir la población carcelaria en los Estados Unidos Estas tendencias se vieron reflejadas en las políticas de encarcelamiento. Según el Proyecto sobre Determinación de la Pena 2013 (The Sentencing Project), desde 2011, diecisiete Estados redujeron su capacidad carcelaria total en aproximadamente 37.000 personas y en 2013, seis Estados cerraron 19 establecimientos penitenciarios. El gasto de los Estados en materia carcelaria también disminuyó. Desde 2009 a 2010, el gasto se redujo en un 5,6%, de 51.400 millones a 48.500 millones de dólares (Kyckelhahn, 2013). En cada Estado, los responsables de formular políticas abrieron el debate sobre cuál era la mejor forma de reducir la población carcelaria. Notablemente, el discurso conservador sobre el encarcelamiento masivo dio un giro marcado. Ya no se mostraban las cárceles como un arma esencial en la lucha contra el delito, sino como un «instrumento contundente» que, si no es utilizado juiciosamente, resulta ser un despilfarro del valioso dinero de los contribuyentes (Lowry, 2013: A15). Grupos de expertos conservadores, entre ellos Right on Crime, abogaron por la reducción del uso del encarcelamiento y columnistas conservadores, como Rich Lowry (2013: A15) de la revista National Review, instaron a una reforma del «complejo industrial carcelario». En 2012, por primera vez la plataforma del Partido Republicano acogió expresamente la rehabilitación de los presos, programas de reinserción social y justicia restaurativa. También rechazó la criminalización excesiva de varias conductas por parte del gobierno federal (Reddy, 2012).
Como un punto a destacar, en enero de 2014, la Comisión de Asuntos Judiciales del Senado de los Estados Unidos tomó una medida histórica al aprobar la ley SB 1410, Ley de Determinación Eficiente de la Pena, un proyecto de ley bipartidista ideado para disminuir la población en las cárceles federales y reducir las disparidades raciales. La SB 1410 revisaría los mínimos legalmente impuestos a nivel federal para las condenas por delitos no violentos relacionados con estupefacientes. También establece la retroactividad de la reforma aprobada en 2010 en materia de determinación de la pena para los delitos que involucran el consumo de crack y les confiere a los jueces mayor discreción para aplicar penas por debajo de los mínimos legalmente impuestos,
cuando las circunstancias del caso lo ameriten. Los artículos sobre retroactividad de la ley SB 1410 permitirían que aproximadamente 9.000 internos que en la actualidad se encuentran cumpliendo una condena por consumo de crack tengan una «nueva audiencia de determinación de la pena», con la posibilidad de que se reduzca su condena. Si el Congreso aprueba el proyecto, sería la primera vez desde principios de los años setenta que se revisan integralmente las leyes que rigen a nivel federal para la determinación de la pena en los delitos que involucran estupefacientes. Bill Piper, director de asuntos nacionales en la Alianza de Políticas en materia de Estupefacientes (Drug Policy Alliance), observó que «Hay una tendencia contra las políticas punitivas en relación con los estupefacientes, que destruyen vidas y separan a las familias. Hoy en día, desde los garantistas incondicionales hasta los conservadores del Tea Party están de acuerdo en que los Estados Unidos encarcela a demasiada gente, por demasiado tiempo y a un costo demasiado alto para los contribuyentes» (Piper, 2014).
Entonces, lo que cambió no fue simplemente la cantidad de delincuentes encarcelados, por más importante que ello sea, sino también la forma de pensar sobre el tema del encarcelamiento. Durante mucho tiempo el encarcelamiento masivo fue la política que primó en el sistema penitenciario (tal como lo demuestran incontables libros, por ejemplo, Abramsky, 2007; Clear, 2007; Gottschalk, 2006; Jacobson, 2005; Pattillo, Weiman y Western, 2004; Useem y Piehl, 2008). Pero esa hegemonía pareció desaparecer de un día para el otro y fue reemplazada rápidamente por la que tiende a la reducción de la población carcelaria. Tomando el término acuñado por Malcolm Gladwell (2000), se llegó a un «punto de inflexión» en el que surgió la idea de que el
encarcelamiento masivo era insostenible y la población carcelaria debía reducirse. Esta idea se diseminó rápidamente, como si se tratara de una enfermedad contagiosa. Según Gladwell, cuando esto ocurre, «los cambios se hacen a las apuradas».
IV. UN CÚMULO INUSUAL DE FACTORES DETERMINANTES
En pocas palabras, al decir que el encarcelamiento masivo llegó a su fin, sugerimos que un hubo un cambio esencial de paradigma dentro de los principios de la ejecución penal. Un día el encarcelamiento masivo parecía una ideología impenetrable; al día siguiente, se lo consideraba la ruina, tanto financiera como intelectual. Daba la impresión de que prácticamente «todos» proclamaban la necesidad de una reducción, como si previamente no hubiesen apoyado plenamente la expansión del aparato carcelario. Esta reversión no fue inevitable. Fue necesario que se alinearan ciertas condiciones para crear este cúmulo inusual, la confluencia de cuando menos cinco factores, para que se suscitase tal reversión. 
En primer lugar, tal como se señaló, el factor que precipitó este cambio de paradigma fue la profunda crisis financiera que comenzó en el año 2008 y cuyos efectos aún persisten. Tal como indicó Spelman (2009), una de las razones por las cuales el encarcelamiento masivo se sostuvo en el tiempo fue que los Estados tenían los ingresos públicos para financiarlo. Esta asignación de recursos no fue idiosincrásica, pero se aproximó a la inversión en otras prioridades. Spelman (2009:29) observa que entre 1977 y 2005 «las poblaciones carcelarias crecieron aproximadamente al mismo ritmo y durante los mismos períodos que el gasto en educación, asistencia social, salud y hospitales, autopistas, parques y recursos naturales». De por sí, las dificultades económicas se
pueden sobrellevar sin que sea necesario efectuar reducciones estructurales. Como observa Gotschalk (2009:97), las tres grandes recesiones que tuvieron lugar desde la década del 80 «no hicieron mella en absoluto en el índice de encarcelamiento de la nación». De todos modos, debe estar presente la motivación de atravesar los momentos difíciles, en lugar de cambiar de rumbo. Dada la gravedad de la última recesión, la reducción de costos representaba, obviamente, una alternativa razonable. Por el contrario, no resultaba lógico sostener y gastar cada vez más en el encarcelamiento masivo.
Esta observación conduce al segundo factor: las tasas delictivas, en especial las que corresponden a delitos violentos, descendieron y se estabilizaron en niveles más bajos. El vínculo entre el delito y la punibilidad es complicado y, en el mejor de los casos, su conexión no es directa (Tonry, 2004, 2007). De todos modos, los aumentos súbitos de la tasa delictiva les facilitan a los políticos astutos la posibilidad intermitente de asegurar que las víctimas son ignoradas, que las penas son poco severas y que se requiere una ardua guerra contra la delincuencia. El aumento desmedido de los delitos cometidos por menores, en particular de los homicidios, que ocurrió a fines de la década del 80 y se extendió durante los 90 puede tomarse a modo de ejemplo (Zimring,
2013). Autores como DiIulio (1995) describieron a estos menores como «super depredadores» despiadados y expresaron que la «pobreza moral» que dejó a las familias estadounidenses en «estado de deterioro» tuvo como consecuencia el hecho de que ahora estemos «pidiéndole a las cárceles que hagan por nuestros jóvenes lo que solían hacer sus padres» (Bennet, Dilulio y Walters, 1996:196). Las predicciones sobre una epidemia crónica de homicidios cometidos por menores demostraron ser un «error catastrófico», ya que la violencia juvenil pronto experimentó un abrupto descenso (Zimring, 2013). No obstante, tal como señala Feld (1999:208), este contexto impulsó una serie de medidas tendientes a endurecer el trato para con los menores delincuentes (tales como el encarcelamiento y la aplicación de severos criterios para remitir el caso a la justicia de mayores) y «aportó el estímulo para aplicar mano dura a todos los menores delincuentes en general y a los violentos en particular». En líneas más generales, Garland (2001: 106-107, 131-132) sostiene que, desde la década del 60, las altas tasas delictivas se convirtieron en un «hecho social normal» que debilitó el enfoque del control del delito anclado en el bienestar social e incentivó al Estado a «exagerar su reacción» mediante la imposición del control «a través de medios punitivos».
Sin embargo, en la década del 90 en los Estados Unidos se experimentó lo que Zimring (2007) denominó el «gran descenso del delito estadounidense». Las tasas delictivas cayeron vertiginosamente y las tasas de homicidio, que alguna vez habían sido de más del doble, disminuyeron hasta acercarse a lo registrado a comienzos de la década del 60 (Rosenfeld, 2009). Desde entonces, las tasas delictivas se han estabilizado en términos generales. En cada una de las diez ciudades más grandes, después de Nueva York, la tasa de homicidios descendió entre 2000 y 2009, y también la de la mayoría de los demás Delitos incluidos en el Índice del FBI (Zimring, 2012). En el caso de la ciudad de Nueva York, la disminución prolongada era incomprensible. La tasa de homicidios de la ciudad representaba «en 2009 sólo el 18% del total correspondiente a 1990″ (Zimring, 2012:6). En este contexto en el que los bajos índices de delincuencia superaban al «hecho
social normal», asignar los escasos ingresos públicos para impulsar el encarcelamiento ya carecía de sentido.
En tercer lugar, a pesar de que existía un sólido partidismo sobre una variedad de otras políticas sociales (por ejemplo, el aborto y la anticoncepción, la inmigración y el acceso a la salud), la delincuencia parecía dejar de ser un tema de debate electoral. En las dos últimas campañas presidenciales, si se compara con campañas anteriores (Beckett, 1997; Hagan, 2010), los candidatos apenas mencionaron o fueron interrogados acerca de políticas contra la delincuencia. Lo más notable fue que el Partido Republicano aparentemente descartó el «orden público» y los delitos en las zonas urbanas como componentes clave de su agenda política, vehículos que habían sido utilizados en el pasado para atraer a los votantes blancos del sur. Puede ser simplemente que esta
decisión refleje la creencia de que puede obtenerse más capital político haciendo hincapié en los grandes déficits y en los impuestos que en el bajo índice de delitos. En todo caso, parecemos haber ingresado en un período de la política criminal marcado, en palabras de Bell (1960), por «el fin de la ideología». Cuando la crisis fiscal golpeó, parecía que nadie tenía interés en abogar por el encarcelamiento masivo. Por ejemplo, en Carolina del Norte se cerró la mayor cantidad de cárceles en 2013: cerraron sus puertas seis establecimientos penitenciarios de menores y de adultos. Como observó Keith Acree, del Departamento de Seguridad Pública de Carolina del Norte, «no hubo resistencia en absoluto… La única oposición pública o política al cierre de las cárceles llegó de
parte de personas que perdían su empleo o eran reasignadas» (Biron, 2014).
La historia del abandono del encarcelamiento masivo por parte de los conservadores aún está por escribirse. 
Aun así, parece probable que al menos tres ideas hayan influido. En primer lugar, la aversión garantista hacia leyes que restringen las libertades, incluidas aquellas que son centrales en la lucha contra las drogas. En segundo lugar, el conservadurismo compasivo basado en la fe, patrocinado por Prison Fellowship (Confraternidad Carcelaria), que prefiere salvar a los delincuentes antes que demonizarlos. Y en tercer lugar, la corriente anti-impuestos que entiende todo gasto público, incluido el correspondiente al encarcelamiento, como un potencial desperdicio sujeto a limitaciones. Estas ideas confluyeron en Texas, donde los funcionarios republicanos del gobierno de Rick Perry implementaron políticas para disminuir las poblaciones carcelarias (lo que incluyó el cierre de tres instituciones) y reformar la justicia juvenil para limitar la reclusión (Reddy, 2013).
La importancia de estas reformas implementadas en Texas no debería ser subestimada por ser éste un destacado «Estado republicano», particularmente en su rol de ofrecer un «relato» alternativo sobre la ejecución de la pena.
Como observa Simon (1993:9), «uno de los deberes principales de toda institución que ejerce el poder de castigar es brindar una explicación plausible sobre qué hace y cómo lo hace lo que se hace». Los relatos cumplen esta función. En las décadas del 70 y del 80, el colapso del modelo de bienestar social y rehabilitación (que afirma que el tratamiento es un medio humanitario y científico para la mejora de los delincuentes y la protección de la seguridad pública) dio lugar al modelo de orden público que justifica a un Estado punitivo que valora la justicia para las víctimas, las severas penas cuya imposición resulta legalmente obligatoria para los jueces, para disuadir a potenciales delincuentes y el control de riesgos a través de la expansión del control de los
detenidos (véase también Garland, 2001). En Texas, entre otros lugares, los conservadores están fabricando un relato alternativo en el que la cárcel ya no es el eje y el encarcelamiento masivo ya no es considerado, como lo había sido junto con los gastos en defensa militar, como algo sagrado.
Más bien, un principio fundamental en este nuevo discurso es que «los servicios prestados por el Estado se evalúen en términos de determinar si obtienen los mejores resultados a los costos más bajos posibles» (Right On Crime, 2014b:1). Por lo tanto, debe ponerse énfasis en «la responsabilidad» y «las medidas de desempeño» que se centran en «la seguridad pública, la compensación para las víctimas del delito y la eficacia en función de los costos» (Right On Crime, 2014b: 2). La mejor manera de alcanzar dichos objetivos es a través de un enfoque polifacético que incluye servicios de tratamiento, justicia restaurativa y programas de reinserción social, en lugar del encarcelamiento automático. Estas ideas, promovidas por importantes conservadores entre los que se incluyen tanto Jeb Bush como Newt Gingrich y Grover Norquist, están influyendo en la elección de políticas.
De hecho, esta coalición bipartidista de «izquierda-derecha» en el Congreso comenzó a trabajar para derogar las leyes federales que determinan las penas que obligatoriamente deben imponerse por delitos que involucran estupefacientes, lo que tuvo como resultado la sanción de la ley de Determinación Eficiente de la Pena. Dicha coalición remarcó «los altos costos de las políticas» que conducen a que el Departamento de Justicia de los Estados Unidos gaste 6400 millones de dólares al año en cárceles (Jackson, 2014:A8). Este consenso sobre política criminal parece aún más sorpresivo debido al nivel actual de disfunción y parálisis que caracteriza al Congreso.
En cuarto lugar, los políticos también se alejaron claramente del populismo en cuanto a la formulación de la política carcelaria (Pratt, 2007). Simon (2007) observó que la política criminal, de hecho, se convirtió en un asunto de los ciudadanos «comunes», a quienes se los instigó a indignarse por los delitos y a recurrir a iniciativas populares para encarcelar más delincuentes durante más tiempo, por ejemplo, por medio de la
sanción de leyes que establecen penas más severas para quienes registran condenas previas por delitos graves
(three-strikes laws). Parte de este «nuevo populismo» fue una fuerte desconfianza «con respecto a la experiencia
y las opiniones normativas elitistas sobre la sociedad» (véase también Garland, 2001). Por el contrario, los
funcionarios electos se mostraron dispuestos a recurrir a los expertos para recibir consejos sobre la mejor
manera de conjurar el encarcelamiento masivo. Según Gelb: «estamos comenzando a ver el triunfo de la
investigación científica ante las promesas vacías tendientes a persuadir al público… En los Estados, los líderes
de ambos partidos políticos están adoptando estrategias basadas en la investigación, las cuales son más
eficientes y menos costosas que encerrar delincuentes de bajo riesgo en celdas carcelarias que le cuestan a los
contribuyentes 30.000 dólares estadounidenses por año» (citado en Miller, 2012:3). Cabe destacar que los
expertos académicos se encontraban en condiciones de proveer esa guía debido a su reciente adhesión a
sistemas correccionales con base empírica y su conocimiento de la eficacia del tratamiento, su creciente interés
en programas de reinserción social, su investigación sobre la desigualdad racial en la imposición de las penas
por delitos que involucran estupefacientes y las herramientas con las que cuentan, como los instrumentos de
evaluación del riesgo, que permitieron identificar a los delincuentes de bajo riesgo que no requerían ser
encarcelados (véase, por ejemplo, Latessa, Lemke, Makarios, Smith y Lowenkamp, 2010).
En quinto lugar, la iniciativa de reducción fue consolidada por el fallo dictado en mayo de 2011 por la Corte
Suprema de los Estados Unidos en «Brown c. Plata», que le ordenó al Estado de California la reducción de su
población carcelaria en más de 30.000 internos. Volveremos sobre esta cuestión más adelante. Sin embargo, el
punto es que el fallo aseguró que habría un experimento «natural» para reducir significativamente la población
carcelaria y evaluar los resultados. Esta realidad significó que la reducción no desaparecería prontamente de los
debates sobre el fin del encarcelamiento masivo.
V. LAS BUENAS INTENCIONES NO RESULTAN SUFICIENTES
La posibilidad de comenzar un movimiento fundamental de reducción de la población carcelaria existe y ya se
están dando los primeros pasos en esta dirección. No obstante, una cuestión preocupante sigue presente: ¿los
reformistas, entre los que se incluyen los garantistas, tienen la habilidad de llevar a cabo reducciones
significativas de las poblaciones carcelarias? La historia de la ejecución penal demuestra que las buenas
intenciones no conducen indefectiblemente a buenas políticas (Rothman, 1980). Particularmente, no resulta
alentador analizar las medidas arbitradas en el pasado con el fin de reducir la población carcelaria a través de
sanciones alternativas a la privación de la libertad.
En 1982, la Academia Nacional de Ciencias de los Estados Unidos les solicitó a Austin y a Krisberg que
revisaran sistemáticamente todos los intentos previos tendientes a utilizar medidas alternativas al encierro como
forma de reducir los niveles de encarcelamiento. Ellos consideraron diversas opciones, como imponerles a los
condenados sanciones alternativas a la pena privativa de la libertad (p. ej., la realización de tareas comunitarias
y la compensación de los daños sufridos por la víctima), programas de libertad o semilibertad (entre ellos, el
régimen de trabajo en semilibertad para condenados por delitos menores y para condenados por delitos graves)
y leyes para limitar las poblaciones carcelarias de los Estados (v.gr., programas de subsidio para la libertad
condicional). Los resultados fueron desalentadores. Austin y Krisberg (1982:374) concluyeron que «un análisis
pormenorizado del material de investigación sobre medidas alternativas al encarcelamiento sugiere que su
promesa de reducir la población carcelaria no se pudo lograr en términos generales. En todos los casos se
modificó el fin originario que inspiraba a estas medidas, transformándolas en pos del cumplimiento de otros
fines y valores del sistema de justicia penal distintos de la reducción del encarcelamiento» (por ejemplo, el
proceso de ampliación de la red de control social, el uso de los subsidios para la libertad condicional como una
herramienta de distribución de ingresos).
Otro ejemplo que debe advertirse con cautela es la destacada analogía con el movimiento de
desinstitucionalización psiquiátrica que tuvo lugar en las décadas del 50 y del 60. El cierre de los hospitales
psiquiátricos (instituciones de internación que frecuentemente daban asilo en lugar de asistir a los pacientes
psiquiátricos) significó el triunfo de la buena ciencia y de las políticas inteligentes. La esperanza era que la
reforma tendiera a la asistencia médica comunitaria en la que los pacientes psiquiátricos recibirían
medicamentos antipsicóticos y tendrían una mejor calidad de vida si recibían el tratamiento en el entorno
comunitario en lugar de «en hospitales psiquiátricos grandes, indiferenciados y aislados» (Novella, 2010).
También se suponía que sería menos costoso. La Ley de Centros Comunitarios de Salud Mental de 1963 reguló
Garantistas, sí; ingenuos, no: cómo cumplir la promesa de reducir la
población carcelaria en los Estados Unidos
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el cierre de los hospitales psiquiátricos en los Estados Unidos y, a su vez, se aprobaron normas con estándares
estrictos, de manera que solamente personas «que representaban un daño inminente para sí mismos o para
terceros» podían ser internadas en los hospitales psiquiátricos de los Estados. En 1955 había 340 camas en
hospitales psiquiátricos públicos por cada 100.000 habitantes en los Estados Unidos. En 2010 había 14 camas
por cada 100.000 habitantes (se registró una caída del 95%) y actualmente los Estados siguen reduciendo el
número de camas (Torrey 2014:117).
El objetivo de la desinstitucionalización fue una medida humanista en términos generales, pero las
consecuencias en muchos lugares fueron alarmantes, en gran parte porque el mantra irresistible de tratar a los
pacientes psiquiátricos en «el entorno comunitario» hizo que se ignorara la falta de programas de calidad. En
muchos casos, la desinstitucionalización derivó en las familias la responsabilidad de atender a los pacientes,
aunque frecuentemente no tenían los recursos económicos ni la experiencia para brindar una atención adecuada.
Además, para muchos pacientes externados de hospitales psiquiátricos, los únicos lugares disponibles eran
viviendas colectivas ubicadas en zonas pobres, que pronto se convirtieron en barrios marginales psiquiátricos.
De acuerdo con estudios realizados, muchos pacientes psiquiátricos que reingresaron a la comunidad tenían
carencias significativas en aspectos importantes de la atención médica de rutina (Martínez-Lead y otros 2011).
Otros registraron aislamiento social, depresión, victimización, carencia de vivienda, abuso de sustancias y
arresto. Trágicamente, como el psiquiatra Torrey (2014) concluye, «el cierre de las instituciones básicamente
dio lugar a programas con fondos insuficientes, abandono y altos índices de violencia comunitaria, en lugar de
una mejor atención médica (que era el fin perseguido). Hoy en día, por lo menos un tercio de las personas en
situación de calle padecen trastornos psiquiátricos como también aproximadamente el 20 por ciento de los
presos y las instalaciones públicas están saturadas de personas que no reciben atención alguna». Hay quienes
sostienen que la desinstitucionalización simplemente se convirtió en una «trans-institucionalización», un
fenómeno en el que los hospitales psiquiátricos de los Estados y los sistemas de justicia penal son
«funcionalmente interdependientes». Según esta teoría, ante la desinstitucionalización, en combinación con
programas comunitarios de salud mental inadecuados y con financiación insuficiente, el sistema de justicia
penal se vio obligado a brindar el ambiente altamente supervisado y estructurado que necesitan algunas
personas que sufren de trastornos mentales (Prins, 2011).
¿Qué falló? La desinstitucionalización en sí no fue el problema. Los artífices del movimiento realmente
pensaban que el cierre de los hospitales psiquiátricos estatales y el traslado de los pacientes a sus comunidades
mejorarían la vida de todos. El error atroz fue no poder brindar tratamiento adecuado a los pacientes luego de
que dejaran el hospital.
Según Lamb (1998:7), el problema era el hecho de que «el movimiento de salud mental comunitaria y derechos
civiles hizo que el lugar donde tratar a los pacientes se convierta en una cuestión ideológica… Lamentablemente,
los intentos de desinstitucionalización confundieron muchas veces, en la práctica, al concepto de lugar de
atención con el concepto de calidad de atención. El lugar donde se atiende a las personas que padecen
enfermedades mentales fue más importante que cómo o qué tan bien se las atiende. Con frecuencia se supuso,
casi por definición, que la atención comunitaria era mejor que la atención hospitalaria. La realidad es que se
puede encontrar un pobre calidad de atención tanto en instalaciones hospitalarias como en instalaciones
comunitarias» (Lamb, 1998:7). Lamb y Bachrach (2001) concluyeron: «Entre las lecciones aprendidas se
advierte que el éxito implica más que simplemente cambiar el lugar donde se atiende al paciente». Se suponía
también que la desinstitucionalización generaría ahorro de dinero, pero «si se toman en cuenta todos los costos
ocultos asociados con una programación responsable, en general no es correcto concluir que los servicios
comunitarios proporcionarán ahorros sustanciales por sobre los costos relacionados con la atención hospitalaria»
(Lamb y Bachrach 2001: 1040).
En entrevistas, Bertram Brown, uno de los ideólogos del proyecto de desinstitucionalización del Instituto
Nacional de Salud Mental (NIMH, por sus siglas en inglés), denunció «el ‘descarte’ de pacientes de hospitales
psiquiátricos en instalaciones comunitarias inapropiadas». Mirando hacia atrás, Brown se dio cuenta de que él y
sus colegas estaban «cumpliendo el mandato público de abolir las condiciones inhumanas de las instituciones
psiquiátricas», pero que al hacerlo «los médicos estaban prometiendo por los políticos más de lo que podían
cumplir… si bien es cierto que dimos lugar a que se nos malinterprete». Brown describió a la
desinstitucionalización de los pacientes psiquiátricos como un «gran experimento», pero agregó: «simplemente
me siento triste al respecto» (citado en Torrey 2014:140). Daniel Moynihan convocó a audiencias en 1994 con el
fin de rever lo que había sucedido. En su discurso de apertura criticó la falta de seguimiento a los pacientes que
son dados de alta en los hospitales de los Estados: «fue, entonces, bastante claro que para lograr que esto (la
desinstitucionalización) funcionara no se podía simplemente dar de alta a los pacientes, había que ocuparse de
ellos» (citado en Torrey, 2014:139).
Las buenas intenciones estaban claramente presentes. Tal como remarcó posteriormente Robert Atwell, uno de
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quienes idearon el proceso de desinstitucionalización para los pacientes psiquiátricos: «Realmente quería que
esto funcionara. Era un creyente». Pero la falta de programas de asistencia para pacientes era perceptible. Según
el sociólogo Andrew Scull: «los programas nuevos fueron tan sólo castillos en el aire, invenciones de sus
propios creadores… preceptos imaginarios». El concepto «atención comunitaria era un eslogan exagerado que
ocultaba la morbilidad de los pacientes y el sufrimiento de sus familiares» (citado en Torrey, 2014:140). Del
mismo modo, Rashi Fein, miembro del equipo de trabajo sobre salud mental, dijo: «Tendríamos que haber
analizado y debatido de una forma más minuciosa cuánto costaría en dólares y el compromiso que implicaría
hacerlo funcionar a nivel estatal y local» (citado en Torrey 2014:139). Como concluyó Robert Weisberg: «es
ahora evidente que la desinstitucionalización causó la epidemia contemporánea de pacientes psiquiátricos en
situación de calle» (Weisberg 2003: 364). Él afirma: «En última instancia, los pacientes descartados vagaban sin
rumbo, perdidos en su nueva comunidad. Tal como remarcó un ex paciente de forma conmovedora: «Cambiaron
todos los edificios de lugar» (Weisberg 2003:368). Éstas son lecciones muy admonitorias.
Quizás lo que más se acerca al experimento actual de reducción de la población carcelaria es el movimiento de
1980 que bregaba por la utilización de «sanciones alternativas» que introdujeron una opción «intermedia» entre
la pena privativa de la libertad y la suspensión condicional de la pena, particularmente los programas de
supervisión intensiva de la libertad condicional y de la suspensión condicional de la pena (IPS, por sus siglas en
inglés) con miras a reducir el encarcelamiento. Al menos en algunos aspectos, el paradigma sobre la ejecución
de la pena de esa época se aproximaba al actual. En ese entonces, tal como ahora, la oleada por una reforma que
establezca ese tipo de sanciones alternativas intermedias llegó como respuesta a la superpoblación carcelaria, a
los deficientes programas de suspensión condicional de la pena, a la intervención judicial y al costo exorbitante
que insume la privación de la libertad. Petersilia (1999:20) describió el surgimiento de estas sanciones
alternativas intermedias de la siguiente manera:
«La superpoblación carcelaria en el sur de los Estados Unidos, junto con una economía regional débil, ejercieron
presión para la generación de sanciones alternativas a la pena privativa de la libertad. Los tribunales federales
advirtieron que varias cárceles superpobladas en el sur del país violaban la prohibición de castigos crueles e
inhumanos establecida en la 8ª Enmienda de la Constitución de los Estados Unidos y ordenaron a los Estados
donde se encontraban estas cárceles construir nuevas instalaciones o encontrar métodos alternativos para
sancionar a los delincuentes. Como los Estados no tenían el presupuesto para construir nuevas cárceles, la
presión judicial actuó como incentivo para que impongan sanciones duras pero económicas, especialmente
aquellas que no requerían una celda carcelaria».
«El Estado de Georgia creó un programa intensivo de supervisión de la suspensión condicional de la pena y en
su autoevaluación quedó demostrado que los participantes del programa ISP tenían un índice muy bajo de
reiterancia delictiva. En 1985, Georgia afirmó que el programa le había ahorrado al Estado el costo equivalente
a construir dos cárceles nuevas. Cuando la desaceleración económica de fines de los 80 y comienzos de los 90
se empezó a sentir en todo el país, otros Estados se apuraron para implementar programas que evitaran el
encarcelamiento, y fue así como nació el movimiento de las sanciones alternativas intermedias».
Para mediados de 1990, prácticamente todos los Estados habían sancionado leyes que establecían programas de
sanciones alternativas intermedias como una táctica para evitar el encarcelamiento. Las secretarías de libertad
condicional y suspensión condicional de la pena de todo el país implementaron mecanismos de supervisión
intensiva, el arresto domiciliario, el monitoreo electrónico y otras sanciones alternativas a la privación de la
libertad. Se esperaba que aquellos delincuentes sujetos a prisión fueran «desviados» de costosas celdas
carcelarias hacia programas alternativos de carácter más intensivo. Sin embargo, entre siete y diez años después,
la mayoría de los programas desarrollados bajo el marco de esta reforma fueron desacreditados y
desmantelados.
Ahora se conocen bien los resultados de los programas de sanciones alternativas intermedias. En general, su
impacto sobre la reiterancia delictiva fue, para la decepción de muchos, limitado (véase, p. ej., Cullen, Wright y
Applegate, 1996; MacKenzie, 2006; Petersilia y Turner, 1993). Además, existen muy pocas pruebas de que
estos programas hayan logrado reducir los costos o la población carcelaria (Tonry, 1990). Esta falla puede verse
en el estudio experimental de 1993 de Petersilia y Turner sobre los programas ISP en catorce lugares distintos.
En comparación con los delincuentes que recibían supervisión ordinaria o de carácter no intensivo, aquellos que
se encontraban en programas de ISP específicamente orientados al control no lograron presentar bajas en los
índices de reiterancia delictiva, sino que, en todo caso, estos índices (de 37% a 33%) eran más elevados. El
impacto de los programas ISP sobre el hacinamiento en las cárceles tuvo el mismo efecto instructivo. El estudio
de Petersilia y Turner arrojó tres resultados:
— Los resultados demostraron que los programas ISP eran raramente utilizados como métodos para evadir el
encarcelamiento. En cambio, se los utilizaba para incrementar la supervisión de aquellos que ya se encontraban
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dentro de la comunidad bajo suspensión condicional de la pena (en otras palabras, ampliación de la red de
control social).
— Jamás se implementó la parte destinada al trabajo social de los programas ISP (a causa de falta de
presupuesto y de voluntad política), pero sí se utilizó la relativa a la supervisión (por ejemplo, pruebas de
detección de drogas, monitoreo electrónico). Esto aumentó el descubrimiento de las violaciones técnicas y, por
consiguiente, incrementó las tasas de encarcelamiento.
— El aumento de las tasas de encarcelamiento implicó el aumento de los costos de la ejecución penal. Dado que
la mayoría de los programas ISP estaban financiados para reducir estos costos, se consideró que habían
fracasado y fueron desmantelados y desprovistos de financiamiento entre los años 1995 y 2000.
El análisis retrospectivo del experimento nacional demostró que los programas ISP rara vez siguieron un
modelo teórico en favor de la rehabilitación y, cuando lo hicieron, no recibieron suficiente financiamiento como
para proveer programas adecuados. Uno de los resultados del movimiento de sanciones alternativas intermedias
de la década del 90 fue una reacción negativa frente a los programas de rehabilitación y de las sanciones
alternativas. En lugar de demostrar que las sanciones no carcelarias podían disminuir las condenas de prisión,
algunos programas ISP demostraron exactamente lo contrario: la implementación de programas intensivos de
libertad condicional y de condenas de ejecución condicional resultó en un aumento del encarcelamiento.
Algunos simpatizantes de la construcción de cárceles utilizaron esta evidencia para demostrar que se habían
probado alternativas, pero que éstas no funcionaron. Era una vuelta al argumento de «nada funciona» de la
década del 60, pero esta vez estaba avalado por datos de evaluaciones experimentales más rigurosas. En menos
de una década, los programas ISP pasaron de ser «el futuro de la ejecución penal estadounidense» a ser un
experimento social fallido.
Estos fracasos del pasado no determinan el futuro, pero advierten que la reducción significativa de la población
carcelaria no va a ser alcanzada fácilmente. En este contexto, es conveniente tener en cuenta qué factores
podrían provocar que la promesa de la reforma actual siga sin cumplirse.
VI. REFORMA PARA LA REDUCCIÓN DE LA POBLACIÓN CARCELARIA: CINCO RAZONES
POR LAS QUE PUEDE FRACASAR
Existen al menos dos formas en las que la actual reforma puede llegar a fracasar.
Primero, es probable que la población carcelaria no disminuya. Por lo tanto, la reducción no tendrá lugar.
Segundo, las medidas alternativas a la privación de la libertad de aplicación para quienes han delinquido pueden
resultar ineficaces. Al igual que en el ISP, existe la posibilidad de que ambas situaciones ocurran. Aquí
postulamos cinco razones que resultan preocupantes.
En primer lugar, la propia escala del encarcelamiento y su cambiante naturaleza crean obstáculos para su
reducción. Los Estados Unidos tienen aún 1,6 millones de reclusos en cárceles federales y estatales. A pesar de
que fue significativa la disminución del 1,7% registrada en los años 2011 y 2012, Mauer y Ghandnoosh (2013)
nos alertan sobre el verdadero desafío que enfrentaremos en el caso de que el descenso anual se mantenga en
este mismo nivel. Señalan que «a este ritmo, de todos modos tomará hasta el año 2101 (88 años) para que la
población carcelaria vuelva a estar al nivel que registraba en 1980″ (2013:1). Además, a pesar de que la
coalición de la izquierda y la derecha apoya la reducción de la población carcelaria, ciertos grupos organizados
tienen un claro interés en el encarcelamiento masivo. En especial, los sindicatos y las comunidades tratarán de
impedir el cierre de las instituciones, debido a que perderán una gran fuente de empleo e ingresos. Y mientras
que algunas cárceles estatales pueden llegar a cerrar, las cárceles privadas están experimentando un crecimiento.
Entre los años 2011 y 2012, el número de internos en las cárceles federales aumentó un 0,2%, pero en las
cárceles privadas federales el aumento fue de 5,7%. Del mismo modo, la cantidad de reclusos en las cárceles de
los Estados disminuyó un 2,3%. Por el contrario, se registró un aumento del 4,8% en establecimientos privados
(Glaze y Herberman, 2013). La revista Forbes se ha referido recientemente a la Corporación Correccional de
América (CCA, por sus siglas en inglés) como la mayor proveedora nacional de servicios penitenciarios para los
organismos gubernamentales, por su potencialidad de crecimiento y se refirió a ella como una empresa «líder
con acciones que pagan altos dividendos» con compras internas. Además, destacó la tendencia «favorable de su
tasa de crecimiento plurianual a largo plazo» (Forbes 2013). Debido a que las cárceles privadas se afianzan cada
vez más en el sector penitenciario, éstas se han convertido en una gran fuerza política, similar a la de los
sindicatos de oficiales penitenciarios, y pueden utilizar sus significativos recursos económicos para ejercer
presión y realizar campañas políticas. Un análisis realizado por el diario Huffington Post muestra que la
Corporación Correccional de América hizo justamente eso: gastó aproximadamente 300.000 dólares
estadounidenses en las campañas de California durante el ciclo electoral de los años 2011 y 2012, es decir, ocho
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veces más de lo gastado en la correspondiente a los años 2005 y 2006 (Knafo y Kirdham, 2013).
En segundo lugar, la disminución de la población carcelaria a nivel nacional es principalmente una historia de
California, y esta tendencia se está revirtiendo. Los criminólogos anuncian que la tercera caída anual
consecutiva de la población carcelaria es una señal de que el experimento nacional de encarcelamiento masivo
ha concluido. De acuerdo con Clear y Frost, «existen señales muy claras de que el experimento está llegando a
su fin» (2014:3). Sin embargo, una mirada más profunda sobre los detalles de la reforma de reducción en los
Estados Unidos sugiere que la conclusión de los expertos es prematura y que debe arbitrarse mayor cautela.
Si bien es real que la población carcelaria de los Estados Unidos ha descendido ligeramente en los últimos tres
años, la mayor disminución tuvo lugar en California, debido a una sentencia de la Corte Suprema que ordenó
que se realizaran aquellas reducciones (punto éste que será analizado infra con mayor profundidad). La
población carcelaria de California disminuyó en 15.493 reclusos entre los años 2010 y 2011. Ningún otro
Estado experimentó un cambio ascendente o descendente en su población carcelaria de más de 1500 internos en
ese mismo período, y la población de las cárceles federales tuvo en realidad un crecimiento de más de 6000
reclusos desde 2010 hasta 2011. Carson y Golinelli (2013 b) informaron que mientras que 28 estados redujeron
su población carcelaria en 2012, lo que resultó en una reducción de 29.000 reclusos a nivel nacional, el 51% (o
14.800 detenidos) de dicha reducción se debió exclusivamente a California. Si se excluyera la disminución de la
población carcelaria de California, la población de las cárceles a nivel nacional se habría mantenido
relativamente estable durante estos últimos años. Tal como lo indica el gráfico 2, el número de delincuentes
bajo supervisión con distintos tipos de sanciones (p. ej., pena privativa de la libertad a cumplir en cárceles de los
condados o de los Estados, libertad condicional o suspensión condicional de la pena) ha cambiado drásticamente
en California, pero no tanto en el resto de los Estados Unidos. Lo que es aún más importante, el índice total de
personas sometidas a algún tipo de control penal ha subido un 5% en California, y disminuido un 2% en el país,
como se muestra en el gráfico 2.
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Además, la Oficina de Estadísticas de Justicia (BJS, por sus siglas en inglés) realizó un cómputo del número de
reclusos sólo hasta fines del año 2012. La población carcelaria de California dejó de disminuir (desde su punto
más bajo de 118.989 reclusos, seis meses más tarde, en junio de 2013) y ahora está creciendo nuevamente. Los
últimos conteos indican que para el 31/01/2014 la población en las cárceles que se encuentran dentro del Estado
llegaba a los 125.518 internos (un incremento del 1,3% o 1.718 detenidos en cárceles dentro del Estado y un
aumento de 0,5% en cárceles fuera del estado) (Departamento de Correcciones y Rehabilitación de California
—CDCR, por sus siglas en inglés—, 2014). La población carcelaria total de California (tanto en unidades
dentro como fuera del Estado) continúa aumentando y para marzo de 2014 era de 134.913 reclusos (CDCR
2014). Además, el CDCR ha anunciado que la capacidad prevista de las cárceles de aquel Estado está
aumentando, a través de la creación de un nuevo centro de salud y de la construcción de un mayor número de
celdas en dos de sus cárceles (CDCR, 2014). A su vez, «el aumento resultante en la capacidad prevista de las
cárceles elevará proporcionalmente el límite máximo de referencia dispuesto por el tribunal ad hoc compuesto
por tres jueces» (CDCR, 2014, nota al pie). «Luego de disminuir durante seis años, se espera que la población
carcelaria de California registre un aumento de 10.000 reclusos en los próximos cinco años. Las nuevas
proyecciones de la población estatal muestran la misma tasa de encarcelamiento que la verificada antes de que
Brown comenzara a reducir la población carcelaria» (St. John, 2014), según lo informado recientemente por el
diario Los Angeles Times.
Asimismo, la «historia de la reducción de la población carcelaria» de los Estados Unidos seguramente debe
incluir lo que está sucediendo con las poblaciones de las cárceles de los condados. La BJS informó
recientemente que luego de tres años consecutivos en los que la población de las cárceles de los condados
disminuyó, el número de reclusos en las cárceles de los condados (744.524) aumentó un 1,2% (u 8923) entre los
años 2011 y 2012 (Minton, 2013). De acuerdo con el cálculo realizado por la BJS, el 85% de aquel crecimiento
corresponde a las cárceles de los condados de California. La población en dichas cárceles había llegado al punto
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más bajo en décadas (69.404) en junio de 2011. Sin embargo, su población comenzó a crecer un tiempo después
como resultado del Programa de Redistribución Carcelaria (que será analizado más adelante), y hacia fines del
año 2012 las cárceles de los condados de California albergaban a 78.878 internos (un aumento interanual de un
7,4%) (Quan et al., 2014). Además, la población de las cárceles de los condados de California continúa
creciendo. En enero de 2013, la población diaria promedio era de 81.824 reclusos (un aumento interanual del
2,1%) (BSCC 2014a).
Entonces, mientras que la población de las cárceles del Estado de California estaba disminuyendo en los años
2011 y 2012, la población en las cárceles de los condados de aquel Estado crecía en ese mismo período. Tal
como lo indica el gráfico 3, las proyecciones del Estado de California muestran que la disminución prevista en
la tasa de encarcelamiento combinada (cárceles del Estado de California y de los condados) entre los años 2010
y 2017 será solamente del 1,3% (2).
Esta proyección también soslaya el hecho de que California ha destinado recientemente 1.700 millones de
dólares para la construcción de cárceles de condado, lo que podría contribuir a la construcción de hasta 11.000
camas en dichas cárceles, en los próximos cinco años (Dirección de Ejecución Penal del Estado de California y
sus Condados, 2014b). En resumen, las «pruebas detrás de los titulares» sugieren que el proceso de
desencarcelamiento es impulsado por la orden judicial dictada en California que determina la reducción de la
población carcelaria. California se está actualizando y aumentando su capacidad, tanto a nivel del Estado como
de los condados. Si bien el fracaso del crecimiento nacional de las poblaciones carcelarias es un proceso
destacable, los expertos deben ser fieles al análisis de la información y no sobredimensionar las expectativas del
«fin del encarcelamiento masivo». Sería importante tener en cuenta la posibilidad de que el transencarcelamiento
(el traslado entre cárceles), más que el desencarcelamiento, sea lo que conservemos como logro cuando
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analicemos en el futuro este momento de la historia.
En tercer lugar, se han limitado en gran medida muchos de los mecanismos que se utilizaban en el pasado para
reducir la población carcelaria, como las juntas de libertad condicional y su facultad para disponer egresos
anticipados (3) . Las legislaturas de los Estados han sancionado diversas leyes que le arrebatan al sistema la
flexibilidad que le permitía controlar la población carcelaria (por ejemplo, imponiendo condenas por tiempo
determinado o limitado, condenas mínimas obligatorias, restricciones a los egresos anticipados para que el
interno cumpla de modo efectivo la mayor parte de la pena impuesta). Los legisladores de algunos estados,
como Ohio y Georgia, han impulsado reformas legislativas para brindar su apoyo a la reducción de la población
carcelaria (Diroll, 2011; Pew Center on the States, 2012). De todas formas, no es probable que la reducción
tenga éxito a largo plazo sin cambios legislativos significativos en lo que respecta a las modalidades de castigo
y los Códigos Penales que rigen a nivel estatal y federal.
En cuarto lugar, la investigación demuestra claramente que, para ser efectivos, los programas alternativos a la
pena privativa de la libertad deben involucrar un factor humanitario de servicio a través del cual los
delincuentes reciban rehabilitación (Andrews y Bonta, 2010; MacKenzie, 2006; Petersilia and Turner, 1993). Si
la reducción de costos se transforma en la principal preocupación, surgirá la tentación de utilizar tecnología de
control para vigilar a los delincuentes en la comunidad, dejando de lado tratamientos más costosos. El control
electrónico en particular es relativamente económico y, gracias a la economía de escala, permite vigilar a los
delincuentes a menor costo. Es probable que una solución tecnológica como ésta se convierta en una opción más
atractiva y económica a medida que la tecnología avance. Sin embargo, el riesgo radica en que el monitoreo
electrónico elimina el contacto personal con los oficiales a cargo del programa y, por lo tanto, puede sacrificar
una supervisión y un tratamiento reales. Si ello sucediera, el resultado se asemejaría al experimento de ISP que
tuvo lugar en los años ochenta, en el que los delincuentes recibían pocos servicios reales o interacciones
significativas con los oficiales que supervisaban el programa bajo la modalidad de libertad condicional y
suspensión condicional de la pena. A largo plazo, se ignorarán las necesidades criminógenas de los delincuentes
peligrosos y se aumentará el riesgo de reincidencia.
Debemos reconocer también que los programas de éxito comprobados son escasos, en especial los de
reinserción de adultos. Si se busca en el sitio web del Departamento de Justicia de los Estados Unidos
(CrimeSolutions.gov), fuente integral de programas efectivos, se puede observar que tan sólo seis de los
trescientos programas allí descriptos se enfocan en la reinserción de adultos y, que de esos seis, ninguno califica
como «efectivo». Cuatro de estos programas están calificados como «prometedores» (la efectividad según el
contexto aún no ha sido establecida) y dos como «sin efectos». Cabe destacar que un estudio riguroso demostró
que la Iniciativa de Reinserción de Delincuentes Peligrosos y Violentos (SVORI, por sus siglas en inglés),
programa colaborativo con subvención federal, no tuvo efectos en la reducción de la reincidencia (Lattimore y
Visher, 2009). SVORI fue diseñado para mejorar la situación de los delincuentes en cuanto a empleo,
educación, salud y posibilidades de adquirir una vivienda al ser liberados de la cárcel. Asimismo, el estudio
concluyó que fue «Sin efectos» el Programa de Control de Casos en Transición, un programa que provee un
seguimiento de casos focalizando en las fortalezas del colectivo involucrado, antes que en sus debilidades, con
amplios servicios de control durante la transición del recluso desde la cárcel hacia la comunidad. Los datos
recolectados no demuestran la inexistencia de programas que funcionen, sino que no hay suficientes pruebas
fehacientes que garanticen el éxito de estos programas. Debemos ser cautelosos y no promocionar por demás la
ciencia de «la aplicación de penas basadas en estudios empíricos».
En quinto lugar, es probable que las circunstancias de vida de los delincuentes se tornen aún más desalentadoras
y que sus posibilidades de acceder a servicios fuera del sistema de justicia sean cada vez más limitadas. Si bien
se han llevado a cabo algunas reformas con respecto a las consecuencias indirectas de la pena, los delincuentes
todavía deben enfrentar grandes restricciones legales en cuanto a empleo, vivienda y asistencia federal
(Alexander, 2010). Los empleadores tienen cada vez más acceso a los antecedentes penales a través de terceros
intermediarios que se especializan en la revisión de antecedentes y cada vez son más los que confían en estos
servicios (Raphael, 2014). En tiempos de constante crisis financiera, es también difícil imaginarse que las
jurisdicciones decidan destinar fondos para apoyar una reinserción de calidad para los delincuentes (por
ejemplo, servicios de atención, empleos, vivienda) en lugar de apoyar la educación, el cuidado de la salud y
otras prioridades presupuestarias. El desafío será comprobar si lo ahorrado por la reducción de la población
carcelaria se destina a financiar programas comunitarios para los delincuentes que se reinsertan en la sociedad o
se utiliza para cubrir otras exigencias sociales apremiantes.
VII. REFORMA PARA LA REDUCCIÓN DE LA POBLACIÓN CARCELARIA: CINCO RAZONES
POR LAS QUE PODRÍA TENER ÉXITO
En primer lugar y, tal vez, lo más importante es que el paradigma del encarcelamiento masivo se ha agotado.
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Como ya ha sido indicado, hubo un cambio de paradigma que se ve acompañado por un nuevo discurso sobre
las cárceles. Si bien este discurso puede verse modificado a través de distintas corrientes políticas, comparte el
criterio de que un gasto mayor en las cárceles resulta insostenible. Más allá de aquellos que tienen un evidente
interés personal en que existan más cárceles (p. ej., los sindicatos de oficiales penitenciarios o las cárceles
privadas), no está del todo claro quién continúa llevando la batuta de la expansión del sistema penitenciario.
Tonry (2004:5) ha empleado otro término al que llama «sensibilidad», para ilustrar cómo las personas entienden
los delitos y su control. Sostiene que esta sensibilidad o cosmovisión hace que algunas políticas contra la
delincuencia parezcan racionales o «entendibles», mientras que otras se consideran «impensables». La tortura,
por ejemplo, es una práctica que los estadounidenses simplemente «no toleran». Durante cuatro décadas, el
hecho de encarcelar más y más compatriotas era evidentemente aceptable. Se describía a la sensibilidad
prevaleciente mediante conceptos tales como «el mandato punitivo» (Clear and Frost, 2014), «la cultura del
control» (Garland, 2001), «gobernar a través del delito» (Simon, 2007) y «el populismo penal» (Pratt, 2007). Sin
embargo, entendemos que la sensibilidad prevaleciente ha cambiado cualitativamente, de manera tal que el
recurso emocional y simbólico de ser más duros contra el delito ha perdido su encanto. Continuar acumulando
más y más delincuentes en cárceles hacinadas en un futuro cercano se ha vuelto impensable. En cambio,
parecería que ha surgido un nuevo pragmatismo que ampliamente deja de lado la fuerte ideología, en favor de la
racionalidad orientada a diseñar soluciones para el problema carcelario. Por lo tanto, el discurso sobre el delito
está más enfocado en reemplazar las penas mínimas obligatorias demasiado estrictas, en utilizar mecanismos de
evaluación del riesgo para desviar del sistema carcelario a los delincuentes de menor riesgo, y en considerar el
espacio carcelario como un gasto muy alto que debería proveerse con cuidado. Recientemente, una encuesta de
opinión pública confirmó que los votantes estadounidenses apoyan abrumadoramente una serie de
modificaciones en políticas que favorecen alternativas menos costosas y más efectivas que el encarcelamiento
para los delincuentes no violentos. Además, se advierte una gran muestra de apoyo hacia una reforma sobre la
imposición de la pena y la ejecución penal por parte de los distintos partidos políticos, regiones, grupos etarios,
géneros y razas o etnias (Public Opinion Strategies y The Mellman Group, 2012).
En segundo lugar, la ciencia ha avanzado, lo que podría permitir que las iniciativas para la reducción de la
población carcelaria sean empleadas de modo más efectivo. Más importante aún, hemos desarrollado mejores
herramientas para evaluar el riesgo de reincidencia, lo que nos permitirá aplicar la pena adecuada para cada
delincuente. Asimismo, contamos con mejores herramientas estadísticas de predicción de riesgos, que pueden
predecir la reincidencia de modo más preciso que los dictámenes clínicos informales del pasado, lo que le
permite a los funcionarios identificar de modo más efectivo el programa comunitario más adecuado para cada
delincuente (Andrews y Dowden, 2006). Sabemos que algunos de los programas de tratamiento que tienen base
empírica, diseñados a medida teniendo en cuenta los riesgos y las necesidades del delincuente, reducen la tasa
de reiterancia en forma exitosa si son implementados con fidelidad. Sobre todo para poblaciones como la de los
enfermos mentales, quienes tienen el doble de probabilidades de no poder cumplir con los mecanismos de
supervisión que se implementan fuera del ámbito carcelario y que constituyen el 15% de los delincuentes, los
programas alternativos a la pena privativa de la libertad deben apuntar en forma holística a las necesidades
criminógenas y psicosociales del delincuente (Oficina de Asistencia a la Justicia, 2012). Estamos más enfocados
e informados acerca de la importancia de la implementación.
En tercer lugar, ha arribado un sistema de aplicación de las penas con base empírica. La preponderancia de este
movimiento es importante debido a que, como se mencionó anteriormente, incrementó el conocimiento
científico que se requerirá para la reducción de la población carcelaria. A pesar de que por el momento la base
de datos de investigación es un tanto limitada, está creciendo y con el tiempo probablemente identifique más
programas efectivos. Pero más aún, la aceptación de la experiencia, el conocimiento y los datos científicos
representan un rechazo al populismo penal y al sentido común (Gendreau, Goggin, Cullen y Paparozzi, 2002).
Tal como «moneyball» llevó a los empresarios del béisbol a tomar decisiones basándose en estadísticas
(«sabermetría») más que en su propia intuición, lo mismo ocurre con la evidencia que ahora pasa a ser un tema
de conversación con los responsables de formular políticas sancionatorias (Cullen, Myer y Latessa, 2009). Este
rumbo también conduce hacia un enfoque sobre la medición del desempeño, que es un asunto de preocupación
creciente para los programas que reciben financiación federal (p. ej., a través de la Oficina de Administración y
Presupuesto). Lo expuesto no pretende sostener que la política y el populismo hayan sido totalmente desterrados
como guías para la formulación de políticas. Lo que se intenta proponer es que, una vez que la ciencia sea
aceptada como criterio para la toma de decisiones, será difícil ignorar «lo que dice la base empírica». Como tal,
las apelaciones para «encarcelar más súper depredadores» carecerán de legitimidad, salvo que estén respaldadas
por una base de pruebas contundentes, un obstáculo que será difícil de superar a medida que la información se
vaya acumulando.
En cuarto lugar, aunque aún no es de público conocimiento, se está realizando un gran esfuerzo para cerrar las
cárceles en algunos Estados. En el pasado, la capacidad carcelaria rara vez se reducía. Varios Estados, como
Garantistas, sí; ingenuos, no: cómo cumplir la promesa de reducir la
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North Carolina, Georgia, Kentucky, Nueva York, Pennsylvania y Texas cerraron unidades carcelarias o
contemplaron la posibilidad de hacerlo, reduciendo en forma potencial la capacidad carcelaria en
aproximadamente 11.000 camas (The Sentencing Project, 2013b NT4). El costo es el factor principal, pero
también lo es la conciencia de que el hacinamiento carcelario podría suscitar litigios costosos parecidos a los
que tuvieron lugar en California en cuanto a las condiciones de detención. Varios Estados están destinando más
dinero a programas de rehabilitación para consumidores de drogas y a otros programas de reinserción social con
miras a mantener a las personas fuera de la cárcel en lugar de estar pensando en la construcción de nuevas
cárceles. Kentucky, Ohio, Indiana, Missouri, Georgia y West Virginia, entre otros, actuaron en forma agresiva
para reducir sus poblaciones carcelarias y lo hicieron a través de una serie de modificaciones en lo que respecta
a la imposición de las penas, así como la revisión de los códigos penitenciarios de los Estados.
En quinto lugar, existe un reconocimiento creciente de que el pueblo estadounidense apoya el enfoque
pragmático para el control del delito (véase, p. ej., Unnever, Cochran, Cullen y Applegate, 2010). Aunque no se
comprende del todo, durante muchos años, las investigaciones demostraron un apoyo congruente hacia la
rehabilitación de delincuentes y otras medidas alternativas a la pena privativa de la libertad (véase, por ejemplo,
Cullen, Fisher y Applegate, 2000; Turner, Cullen, Sundt y Applegate, 1997). Aun así, una serie de encuestas,
realizadas en años recientes, demuestran en forma consistente la voluntad de la población de reducir el uso del
encarcelamiento. Por ejemplo, un estudio llevado a cabo en el estado de Oregón en 2010 demuestra que una
gran mayoría de ciudadanos apoya una serie de políticas para reducir el encarcelamiento (entre ellas, condenas
más cortas para ciertos delitos, egresos anticipados por buen comportamiento o por haber llevado a cabo un
tratamiento con éxito, libertad otorgada tras un análisis meticuloso por parte de la junta de libertad condicional).
El 96% de los encuestados favorecía al menos una de estas políticas (Sundt, 2011). De modo similar, una
encuesta realizada en el año 2012 por Public Opinion Strategies y The Melmann Group (2012: 1) demuestra que
«los votantes apoyan de modo abrumador una variedad de cambios de política que desplazan a delincuentes no
violentos de la cárcel a cambio de alternativas más efectivas y económicas». Además, se les informó a los
encuestados que los gastos en materia de ejecución penal se incrementaron en los últimos veinte años de $ 10
mil millones a $ 50 mil millones. Más de tres cuartos de los encuestados, lo que incluye a un 76% de
republicanos, coincidieron en que «no estamos obteniendo un retorno claro y convincente de esa inversión en
términos de seguridad pública» (2012:7). Parecería ser que los líderes políticos ya no deben sacrificar el apoyo
del pueblo si apoyan la reducción de la población carcelaria. El índice de aprobación del gobernador de
California, Jerry Brown, llegó a su record (60% de intención de voto) entre los votantes mientras que él seguía
abogando por reducir el presupuesto carcelario de los Estados y por reducir la cantidad de reclusos (Public
Policy Institute de California, 2014).
Probablemente la encuesta más publicitada haya sido la realizada entre los habitantes de Texas en el año 2013
por «Texas Public Policy Foundation», una usina de pensamiento de carácter conservador. La encuesta
demostraba que los entrevistados favorecían la rehabilitación, ya que «todos los texanos, sin importar el partido
político al que pertenezcan, quieren que los delincuentes que hayan cometido un delito leve paguen su deuda
con la sociedad» (Ward, 2013:1). El hecho de que el electorado de un «Estado republicano» favorezca una serie
de reformas para reducir el encarcelamiento masivo resulta significativo por sus potenciales efectos indirectos,
debido a que, si los texanos apoyan la reducción de población de reclusos, ¿no lo harían también los ciudadanos
de todos los Estados? Los comentadores observaron que «la opinión de los texanos cambió» y que «esto debería
fortalecer a los legisladores para que puedan hacer lo correcto… Deberían saber que cuentan con el apoyo
público y que esto no les repercutirá en su contra en las elecciones» (Ward, 2013:2). Para sintetizar, la
sensibilidad pública se desplazó de favorecer el encarcelamiento masivo hacia la reducción de la población
carcelaria y el uso sensato de un recurso gubernamental costoso.
VIII. LA ENSEÑANZA DE CALIFORNIA
Ningún debate acerca de la reducción del encarcelamiento se encontraría completo a menos que se considere el
experimento sin precedentes sobre la reducción de la población carcelaria que se está llevando a cabo
actualmente en California. Ya hemos abordado las medidas adoptadas en California para reducir la población
carcelaria, pero si este experimento de reestructuración carcelaria operado en el Estado de California sirve de
trampolín para modificar la utilización excesiva del encarcelamiento en los Estados Unidos dependerá de si los
condados pueden lograr mejores resultados que el Estado de California en cuanto a la reducción de la
reincidencia. Para entender ese potencial es necesario un análisis de la ley, de cómo los condados de California
están implementando sus previsiones y de las enseñanzas preliminares que le puede dejar ese Estado a la
Nación.
VIII.1. Reforma carcelaria y reestructuración en materia de ejecución penal
California emprendió un experimento de reducción de la población carcelaria de importancia histórica. Frente al
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fallo de la Corte Suprema de los Estados Unidos en «Brown C. Plata», que le ordenó a dicho Estado reducir la
población carcelaria en un 25% en un plazo máximo de dos años, el gobernador Jerry Brown promulgó la ley de
Redistribución Carcelaria (Public Safety Realignment) (AB 109). Mediante esta ley, se transfirió, desde la
órbita del Estado de California hacia sus 58 respectivos condados, la responsabilidad atinente a un gran número
de condenados por delitos graves, sujetos al régimen de libertad condicional o alojados en cárceles estatales. En
febrero del 2014, la justicia le otorgó al Estado de California una prórroga de dos años para reducir su población
carcelaria adulta al 137,5% de su capacidad prevista para el 28/02/2016.
La reestructuración se implementó el 1 de octubre de 2011. Modificó en forma significativa tres puntos
importantes dentro del sistema judicial penal: el lugar donde los reclusos cumplen su condena según el delito
que cometieron, el responsable por su supervisión una vez que son liberados y el tiempo que deben cumplir en
la cárcel los condenados que han violado su libertad condicional. Aquellos condenados por ciertos delitos
graves, delitos violentos o delitos sexuales agravados aún deben cumplir su condena en cárceles estatales, pero
aquellos individuos que fueron condenados por delitos que no son graves, ni violentos, ni de orden sexual («la
triple excepción») actualmente cumplen su condena en las cárceles de los condados, sin importar la extensión de
la pena que les fuera impuesta (4). Los condados ahora se encuentran a cargo de la ejecución de prácticamente
todas las penas impuestas por delitos contra la propiedad o que involucran estupefacientes, que representaban el
54% de todos los adultos condenados en el año 2010 (5).
Es importante señalar que en caso de que la libertad condicional sea revocada por una violación técnica (es
decir, porque no se cumplieron las condiciones de su otorgamiento y no por la comisión de un nuevo delito), el
condenado no deberá cumplir la sentencia que revoca dicho beneficio en una cárcel estatal, sino en una cárcel
del condado, incluso si registra antecedentes por delitos graves. Actualmente, los oficiales del condado que
llevan adelante las audiencias correspondientes, que son designados por jueces (y no la junta de libertad
condicional del Estado), son quienes deciden qué consecuencias tendrá la violación técnica, y en virtud de ello
podrán, a su discreción, imponer el cumplimiento de pena en una cárcel del condado, recurrir a sanciones
alternativas a la privación de la libertad o permitirle al condenado que continúe en libertad bajo supervisión, sin
ninguna sanción, pero no podrán disponer el cumplimiento de pena en cárceles estatales. Asimismo, aun si el
oficial a cargo de formalizar la audiencia envía al condenado a una cárcel del condado, cada sheriff (jefe de
seguridad electo por los ciudadanos del condado) ahora se encuentra autónomamente facultado para liberar
reclusos con el fin de evitar la superpoblación en las cárceles del condado. Irónicamente, si el Estado les hubiera
otorgado a los oficiales de las cárceles estatales esta misma facultad discrecional para disponer libertades y esta
«válvula de liberación» con el fin de controlar la población carcelaria, California podría haberse evitado la
demanda de «Plata», que culminó en la sanción de la ley AB 109. La política actual con respecto a las
violaciones técnicas de la libertad condicional se aleja mucho de la anterior. Previamente, cada año, la junta de
libertad condicional del Estado enviaba a la cárcel, para el cumplimiento de penas de hasta un año de prisión, a
35.000 condenados que habían violado las pautas de su libertad condicional (Grattet, Lin y Petersilia, 2011) (6).
Los condados reciben fondos del Estado (alrededor de mil millones de dólares al año) para hacer frente a la gran
cantidad de delincuentes, y, además, a cada condado se le reconoció una discreción casi ilimitada para
desarrollar sus propios planes de supervisión y post supervisión. Al principio, a los condados les preocupaba
que los fondos pudieran suspenderse, pero en noviembre de 2012 los ciudadanos de California votaron a favor
de la Proposición 30 (Proposition 30, una propuesta de ley sometida a plebiscito), una ley que aumentaba los
impuestos sobre las ventas y a las ganancias, y de esta forma se garantiza en la Constitución del Estado de
California la continuidad en la provisión de fondos para la reestructuración carcelaria. Se espera que la
reestructuración, al enfocarse en servicios de rehabilitación social diseñados a nivel local, reducirá no sólo la
superpoblación carcelaria, sino también el índice de condenados que reingresan a la cárcel, que actualmente es
del 64% en el Estado, uno de los más altos del país (CDCR, 2012). Es la primera vez en la historia de California
que se destina una cantidad tan grande de fondos a la rehabilitación de delincuentes adultos, fondos que ahora
están garantizados por varios años.
El objetivo subyacente de los legisladores, tal como puede leerse en las consideraciones previas de la ley de
reestructuración, afirma que, además de aumentar la capacidad de las cárceles del condado, la AB 109 implica
una «redistribución» de los recursos para fomentar el desarrollo de sanciones alternativas a la privación de la
libertad a nivel local y prácticas con fundamento científico que incluyen una serie de medidas «privativas y no
privativas de la libertad para responder a la actividad delictiva o a los incumplimientos en que incurren los
delincuentes» (7). La ley también define a las prácticas con fundamento científico como aquellas «políticas,
procedimientos, programas y prácticas de supervisión que fueron avaladas por estudios científicos» (8).
Al momento del dictado del fallo «Plata», el 23/05/2011, las cárceles estatales de California albergaban a
aproximadamente 162.000 internos, sin alcanzar el record máximo de 173.614 que se registró en 2007, lo que
implicaba operar al 200% de la capacidad prevista. Al confirmar la sentencia del tribunal ad hoc conformado
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por tres jueces, que estableció un límite de 137,5% a la población carcelaria, la Corte Suprema ordenó al
Departamento de Correcciones y Rehabilitación de California (CDCR, por sus siglas en inglés, el sistema
penitenciario del Estado) reducir la población carcelaria a 109.805, es decir, una reducción de aproximadamente
35.000 reclusos o del 25% de la población carcelaria alojada en ese momento (9). Era una tarea difícil y además
significaba la mayor reducción en la población carcelaria por orden judicial en la historia de Estados Unidos. El
diario The Economist recientemente describió a la reestructuración como «uno de los experimentos más grandes
en las políticas de encarcelamiento de los Estados Unidos» (10).
El gobernador Brown se mostró confiado con respecto a la efectividad de la reestructuración para reducir la
población carcelaria de California y expresó a los tribunales que «una vez que cuente con los fondos y se
implemente (…) se reducirá drásticamente la superpoblación carcelaria al autorizar una redistribución carcelaria
que llevará a decenas de miles de adultos que han cometido delitos graves a cumplir sus penas bajo la órbita de
la autoridad local» (11).
Las predicciones del gobernador Brown demostraron ser correctas. Durante 2012, el primer año completo de
reestructuración, el ingreso total de reclusos a las cárceles de California se redujo un 65%, de 96.700 en 2011 a
34.300 en 2012 (Carson y Golinelli, 2013). Los ingresos a causa de violación de los términos de la libertad
condicional bajaron un 87%, de 60.300 en 2011 a 8.000 en 2012. California pasó de ingresar a las cárceles del
Estado 140.800 delincuentes en 2008 a 34.300 en 2012, es decir, casi un 80% menos de ingresos en sólo cuatro
años. La población carcelaria total de California se redujo en un 24% desde 2007, mientras que la cantidad de
habitantes adultos del Estado aumentó un 5,6% (12). De hecho, la población carcelaria del Estado se encuentra
en su nivel más bajo en diecisiete años y, aunque recientemente se registró un leve aumento, las proyecciones
oficiales indican que para 2018 solamente habrá implicado un aumento de 2700 reclusos. En efecto, la
reestructuración ha reducido tanto la población carcelaria de California que Texas ahora cuenta con un sistema
carcelario más grande, a pesar de tener alrededor de 12 millones menos de habitantes. Dentro de la población
carcelaria, la mayoría en la actualidad son delincuentes condenados por delitos violentos (ello tomando en
cuenta el delito por el cual se encuentran detenidos en la actualidad) y la cifra va en aumento: de 59% en 2011 a
70% en 2013. El 30/06/2011, los delincuentes bajo libertad condicional que habían cometido, al momento de ser
detenidos o como antecedente condenatorio, un delito grave o violento conformaban el 46% de la población
bajo libertad condicional del Estado; dos años después conformaban el 71% (Public Policy Institute of
California, 2014).
Pero la carga que se trasfirió a los condados de California es enorme, y el éxito de la reestructuración en última
instancia dependerá de la capacidad de éstos para llevar a cabo las nuevas obligaciones que les fueron
impuestas. En la solicitud efectuada a los fines de prorrogar por tres años el plazo dispuesto para la reducción de
la población carcelaria (favorablemente resuelta por el tribunal), el Estado afirmó:
«Las cárceles estatales son sólo una parte de un sistema de justicia penal más amplio e interconectado. Cuando
el Estado modifica sus políticas para reducir la población carcelaria, todo el sistema de justicia penal debe
absorber esas modificaciones. Los funcionarios del Estado y de los condados deben encontrar las formas de
proteger la seguridad pública y a su vez ayudar a los delincuentes (que de otro modo se encontrarían en las
cárceles del Estado) a reintegrarse a la comunidad exitosamente. Para encontrar una solución duradera al
problema de la superpoblación carcelaria, se debe trabajar en conjunto con los funcionarios del Estado y de los
condados, que tendrán un rol clave en su implementación» (13).
VIII.2. Los condados abordan la reforma en materia de ejecución penal: conclusiones y lecciones aprendidas
El plan de reestructuración representa un cambio de política radical y una enorme oportunidad de reforma, pero
sólo tendrá beneficios perdurables si los condados logran que funcione. La pregunta fundamental que todavía no
fue respondida es: «¿cómo les está yendo a los condados?».
Durante el segundo año de implementación del plan de reestructuración, investigadores de la Universidad
Stanford llevaron a cabo 125 entrevistas en 21 condados para obtener un pantallazo de cómo está lidiando
California con la reestructuración hasta el momento. Hablamos con la policía, los sheriffs, jueces, fiscales,
abogados defensores, oficiales de libertad condicional y suspensión condicional de la pena, patrocinantes
legales de las víctimas y representantes de los servicios sociales. La selección de los entrevistados buscó
representar diversidad de perspectivas en términos de organismos y condados (14). Nuestro fin fue establecer
cómo el plan de reestructuración había influenciado el trabajo de los organismos y qué modificaciones legales
implicaría. También hablamos con los delincuentes para evaluar sus experiencias antes y después del plan
(véase Petersilia, 2014).
En términos generales, el plan de reestructuración recibió hasta ahora consideraciones variadas. Las entrevistas
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revelaron un sistema judicial que está sufriendo cambios notables, que posiblemente no tengan precedente en
cuanto a profundidad y alcance. Las opiniones de los interesados variaron ampliamente, y sus comentarios
reflejaron más su rol en el sistema que al condado al que representaban. Las entrevistas lograron aportar un
retrato de la lucha de los condados, a menudo heroica, para llevar a cabo una iniciativa que fue mal planificada
y que les fue impuesta prácticamente de un día para el otro, dándoles poco tiempo para prepararse. Kim Raney,
por entonces presidente de la Asociación de Jefes de Policía de California, dijo: «El primer año no dábamos
abasto», mientras los condados luchaban para hacer frente a la llegada de una cantidad de delincuentes mucho
más grande de la que esperaban y con historias criminales más serias y necesidades más complejas. El traslado
de estos delincuentes de menor riesgo hacia la órbita de los condados sobrecargó los planes de cobertura médica
y de servicios sociales a nivel local. Los recortes presupuestarios en los Estados ya habían devastado muchos de
los programas esenciales de los cuales dependían los ex convictos, especialmente los destinados a la salud
mental y al tratamiento contra el alcohol y las drogas. Todos coincidían en que habría sido más razonable probar
primero el plan en una escala más pequeña antes de lanzarlo a todo el Estado, pero ante lo ordenado en el fallo
«Plata», el Estado no tuvo opción.
En general, los supervisores de libertad condicional fueron los más fervientes defensores del plan de
restructuración, recibiendo con brazos abiertos el impulso que la ley le daba a la rehabilitación de los
delincuentes. Ellos creían que sin lugar a dudas la reestructuración les daba la oportunidad de probar a fondo si
los servicios de rehabilitación correctamente adaptados pueden prevenir que los condenados por delitos menores
cometan nuevos delitos y sean encarcelados nuevamente. El plan de reestructuración dependerá mayormente del
éxito de los departamentos de suspensión condicional de la pena en ofrecer programas y servicios efectivos,
para llegar a ser más que una simple respuesta de emergencia de carácter experimental tendiente a cumplir la
orden judicial de reducción de la población carcelaria. Nuestras entrevistas revelaron que en todo el Estado los
departamentos de suspensión condicional de la pena han lanzado proyectos piloto que, en caso de tener éxito,
fortalecerán de manera considerable las sanciones alternativas a la privación de la libertad en California y en el
ámbito nacional. Una de las opciones más prometedoras es el programa Day Reporting Center (DRC, por sus
siglas en inglés), generalmente definido como un «centro de servicios múltiples» donde los delincuentes pueden
acceder a programas educativos, terapia cognitiva conductual, talleres de formación laboral y reuniones con los
supervisores de suspensión condicional de la pena. Primero se evalúan las necesidades de los delincuentes y
luego se les asignan los servicios más adecuados para satisfacer esas necesidades. Actualmente existen cerca de
25 DRC en California, y prácticamente todos ellos reciben algún tipo de financiación en virtud de la ley AB
109. Asimismo, casi todos los departamentos de suspensión condicional de la pena informaron que han
adoptado técnicas de valoración de las necesidades específicas y del riesgo de reincidencia de los delincuentes
para dirigir de manera más efectiva el tratamiento a aquellos que más probabilidades tienen de aprovecharlo. La
adopción de esos mecanismos estadísticos ha profesionalizado el sistema de suspensión condicional de la pena o
condena de ejecución en suspenso y ha permitido a los departamentos establecer prioridades en la prestación de
servicios y en el nivel de monitoreo realizado por los oficiales supervisores.
Aunque el nuevo financiamiento ha permitido la creación de nuevos programas, nuestras entrevistas
confirmaron la difícil realidad que afrontan los organismos. La gravedad de los antecedentes penales de la
población carcelaria involucrada en la reestructuración continúa siendo un desafío clave para los organismos. En
el marco de la reestructuración sólo se toma en cuenta el último delito cometido para determinar si el recluso
accederá al programa de libertad condicional a nivel estatal o se encontrará sujeto al régimen de suspensión
condicional de la pena bajo la órbita de los condados. Por lo tanto, los delincuentes que registran antecedentes
condenatorios por delitos graves y violentos (incluidos los delincuentes condenados por delitos sexuales que
presentan un riesgo moderado de reincidir) ahora se encuentran bajo el control de los oficiales supervisores de la
suspensión condicional de la pena de los condados.
Los oficiales supervisores de los condados con mayor población son los que están sintiendo la carga de forma
más intensa. El condado de Los Ángeles (LA), por ejemplo, tiene la mayor población sujeta a suspensión
condicional de la pena del mundo (supervisa a más de 80.000 personas a las que se le otorgó la suspensión
condicional de la pena previo a la ley AB109). Durante los primeros dos años de reestructuración, la ley AB109
transfirió alrededor de 18.400 casos de delincuentes en libertad condicional a la esfera del Departamento de
Cumplimiento Condicional de la Pena del Condado de Los Ángeles (15). Jerry Powers, jefe del Departamento de
Suspensión Condicional de la Pena del Condado de Los Ángeles, informó que en su evaluación de riesgo
LS/CMI (un sistema que permite evaluar las necesidades y el riesgo de reincidencia de los delincuentes con el
fin de determinar el tratamiento que deberán recibir), sobre el total de los delincuentes que el Estado derivó al
Departamento de Suspensión Condicional de la Pena de Los Ángeles para su supervisión posterior a la
liberación, el 67% fue calificado como de alto riesgo de reincidencia y sólo un 3%, de bajo riesgo.
Recientemente, el Departamento de Suspensión Condicional de la Pena del Condado de Los Ángeles informó
que el porcentaje de reincidencia (definido como el regreso a la cárcel de los condados o a cárceles estatales) de
estos delincuentes dentro del primer año en libertad fue del 60%.
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El condado de Los Ángeles recibió cerca de 600 millones de dólares estadounidenses durante los dos primeros
años como ayuda para enfrentar el problema (un aumento en el presupuesto anual del Departamento de
Suspensión Condicional de la Pena de ese condado de un 35%, aproximadamente) y está implementando la
incorporación de 360 nuevos supervisores para lidiar con la cantidad de casos. Una vez que la incorporación se
complete, contarán con un oficial supervisor por cada 72 delincuentes, puede decirse que es un número muy alto
para realizar un seguimiento riguroso de delincuentes de tan alto riesgo. También están en proceso (además de
conseguir más fondos para tratamiento de trastornos mentales y adicción a las drogas) de aumentar la cantidad
de supervisores armados para tratar con estos delincuentes más peligrosos. El jefe del Departamento, Powers,
está llevando a cabo una medida sin precedentes al triplicar el número de los supervisores que portan armas, de
30 en la actualidad a 100. «Es una respuesta natural a un número de individuos peligrosos en constante
crecimiento, y al manejo que requiere su supervisión», declaró Powers en la entrevista de Stanford.
En un análisis reciente llevado a cabo por la University of California Irvine (UCI), los investigadores Gerlinger
y Turner (2013) descubrieron que los convictos liberados y derivados a la supervisión de los departamentos de
cumplimiento condicional de la pena de los condados tenían un mayor riesgo de reincidencia que aquellos que
quedaban bajo supervisión a nivel estatal en los programas de libertad condicional (justamente lo contrario al
objetivo de la reestructuración) (16). El informe de Gerlinger y Turner concluye que «los condados están
recibiendo algunos de los delincuentes más activos del Estado» (2013:13).
Un tema central dentro de las amplias cuestiones relacionadas con el impacto que la reestructuración tendrá
sobre la condena de ejecución condicional a futuro es cómo la inserción de delincuentes de mayor peligrosidad
modificará el carácter y la cultura en torno al rol cuasi rehabilitativo que la condena de ejecución condicional ha
cumplido tradicionalmente (y que el financiamiento ofrecido por la ley AB 109 suponía fortalecer).
Históricamente, la condena de ejecución condicional fue diseñada como la etapa de contención del proceso
penal, en comparación con el arresto, el juicio y el encarcelamiento. ¿Cómo puede un oficial supervisor de
penas en suspenso llevar a cabo «entrevistas motivacionales» (una técnica destinada a la creación de un lazo más
fuerte entre el oficial y el supervisado, y un componente clave de las prácticas con base científica), con un arma
en la cintura? Parte de ello nos reconduce a la implementación del experimento ISP en los 90, anteriormente
discutida.
El problema radica en que el Estado había dispuesto que sólo los delincuentes no violentos fueran colocados
bajo supervisión local (la triple excepción); sin embargo, un gran número de delincuentes sujetos al plan
introducido por la ley AB 109 registra condenas previas por delitos violentos. La cuestión de qué reclusos están
siendo transferidos a los condados ha provocado la mayor controversia entre todas las agencias. La mayoría de
los oficiales sugirió que se debería considerar la totalidad de los antecedentes penales como menor y como
adulto a la hora de determinar si corresponderá al Estado o al condado la supervisión del condenado que egresa
de las cárceles estatales.
Los defensores públicos también son optimistas sobre el potencial de la reestructuración, pero expresaron su
preocupación en lo que respecta a los tiempos de detención más extensos que deben afrontar sus clientes en las
cárceles de los condados, así como sobre las condiciones de su cumplimiento. Las cárceles de los condados
fueron creadas para albergar internos por un período máximo de un año, pero, bajo la reestructuración, la
extensión de las penas supera considerablemente este máximo. Los defensores públicos también observaron
diferencias entre el ideal de la reestructuración y su puesta en práctica en muchos condados, remarcando que el
tratamiento no se encontraba disponible o no era suficientemente intensivo para los delincuentes de mayor
peligrosidad. Todos los entrevistados coincidieron en que las necesidades más apremiantes eran servicios para
agresores sexuales y enfermos mentales, junto con la insuficiencia de camas y la deficiencia del alojamiento.
Por el contrario, la reestructuración ha sido generalmente criticada por parte de los fiscales, quienes lamentan su
pérdida de capacidad discrecional en virtud del marco legal aplicable, así como la significativa reducción de los
tiempos de detención concedida a los detenidos como resultado del hacinamiento carcelario. Los jueces
emitieron opiniones variadas, si bien la mayoría también demostró preocupación acerca de la pérdida de
discrecionalidad y afirmó que la ley AB 109 incrementó exponencialmente el volumen de trabajo de los
tribunales. Los jueces albergaban un reservado optimismo acerca de la posibilidad de que los tribunales de salud
mental y los demás tribunales especializados en la supervisión y rehabilitación de diversas problemáticas que
afectan al delincuente puedan reducir el nivel de reincidencia, pero mostraron preocupación por la reducida
implementación de las sentencias «fraccionadas». La ley AB 109 confiere a los tribunales la alternativa de
«fraccionar» las sentencias entre períodos cumplidos en detención y períodos cumplidos bajo supervisión
extracarcelaria. La gestión de los programas corresponde a los condados, mientras que cada Estado se encarga
de su financiación. Algunos condados están aprovechando el sistema sentencias fraccionadas, pero en el
Condado de Los Ángeles sólo un 6% de los delincuentes condenados por delitos graves obtiene sentencias
fraccionadas; el resto son directamente liberados sin supervisión u obligación de prestar servicios de índole
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alguna (Lawrence, 2013). Jueces, fiscales y agencias de asistencia a la víctima se mostraron cada vez más
preocupados por la protección de la víctima y la desatención de los derechos constitucionales de las víctimas
reconocidos por la Declaración de Derechos de las Víctimas del año 2008 (Victim’s Bill of Rights Act of 2008).
La Constitución de California concede a las víctimas el derecho a ser notificadas y el derecho a ser oídas en
todo proceso que involucre la decisión sobre la libertad posterior al arresto donde puedan encontrarse en juego
los derechos de la víctima (17). La reestructuración debe todavía integrar plenamente estos derechos de la
víctima con las nuevas políticas y prácticas.
Las fuerzas de seguridad (tanto el cuerpo policial como los sheriffs) fueron quienes presentaron más diferencias
que cualquier otro grupo en su evaluación de la reestructuración, sus opiniones fuertemente influenciadas por la
capacidad de alojamiento de las cárceles locales. Los sheriffs se enfrentaron al desafío de la superpoblación en
las cárceles de los condados, las que se han visto sobreexigidas por una oleada de reclusos y una población
criminal más dura, factores que aumentaron la probabilidad de violencia en las cárceles. No sólo el aumento del
número de reclusos en las cárceles causa preocupación, sino también la extensión de sus condenas. Dado que
generalmente las cárceles locales no se encuentran debidamente equipadas para albergar internos por largos
períodos, el aumento en la cantidad de individuos que cumplen condenas extensas en las cárceles de los
condados era una preocupación para muchos sectores involucrados. Particularmente, algunos delincuentes que
necesitaban tratamientos médicos o mentales han tenido que esperar varias semanas antes de recibir atención.
Ciertamente, al conversar con detenidos de las cárceles de los condados acerca de estas condiciones, nos
encontramos con un giro inesperado: muchos delincuentes, particularmente aquéllos con condenas extensas,
preferirían cumplir la sentencia en las cárceles del Estado. «Hubiese preferido ir a una cárcel del Estado»,
comentó James Scott, adicto de 50 años de edad condenado a siete años de prisión por un delito grave
relacionado con las drogas. «Las instalaciones médicas son mejores, la comida es mejor, todo es mejor. Tienen
TV, radio, patios» (citado en Temkar 2014). En las cárceles hacinadas de los condados, los sheriffs suelen
considerar que la única alternativa para garantizar la seguridad del recluso y evitar la violencia es mantener a
una mayor cantidad de internos en aislamiento. En las cárceles más pobladas, todos los espacios disponibles se
transforman para albergar reclusos. Como resultado de la superpoblación de las cárceles de los condados, menos
delincuentes tienen acceso a programas de rehabilitación y la inactividad extrema supone un problema. Algunas
de estas condiciones resultan sorprendentemente familiares, asemejándose a los problemas que dieron origen a
la exitosa demanda en el caso «Plata», en la cual se argumentaba que las deficientes condiciones de las cárceles
del Estado de California violaban la Octava Enmienda a la Constitución de los Estados Unidos. ¿Es posible que
la reestructuración haya simplemente trasladado estas vulneraciones constitucionales desde las cárceles del
Estado hacia las cárceles de los condados? ¿Podrían los problemas relacionados con el cuidado de la salud, que
llevaron al caso «Plata», transformarse en versiones a nivel condado del problema estatal? Actualmente, 37 de
las 58 cárceles de condado en California se encuentran operando sujetas a un cupo carcelario impuesto
autónomamente o por orden judicial. Dado el éxito del fallo «Plata», es probable que se produzca un incremento
en la cantidad de demandas relacionadas con violaciones a la Octava Enmienda de la Constitución de los
Estados Unidos en las cárceles de condado. El Organismo de Protección de los Derechos Constitucionales de las
Personas Privadas de su Libertad en California (Prison Law Office) ya ha interpuesto demandas colectivas
tendientes a reparar las violaciones a la Octava Enmienda de la Constitución de los Estados Unidos en las
cárceles de los condados de Fresno y Riverside.
Los sheriffs están tratando de intervenir de manera temprana para abordar la temática atinente a las condiciones
de las cárceles de los condados antes de que los jueces se involucren. Muchos fueron altamente creativos al
momento de ejercitar sus facultades para conceder la libertad bajo el plan de reestructuración, recurriendo a
análisis de riesgo, implementando sus propios programas de trabajo en semilibertad para condenados, sistemas
de monitoreo electrónico y centros con programas específicos de rehabilitación para liberados
condicionalmente. Además, los sheriffs están utilizando sistemas de reducción de la pena con base en la buena
conducta y detenciones breves (entre 1 y 10 días) en las cárceles de los condados para aquellos condenados que
violaron alguna de las pautas de la suspensión condicional de la pena. Por necesidad, y como consecuencia de la
imposición de nuevas tareas bajo el plan de reestructuración, estos oficiales policiales elegidos popularmente se
han convertido en encargados de brindar tratamientos, supervisores de condenados a penas de ejecución en
suspenso y coordinadores de programas de reinserción social para liberados. Para aquellos sheriffs que se
encuentran en condados ricos en recursos y que cuentan con suficientes plazas en las cárceles, la
reestructuración fue una gran oportunidad para la creación y expansión de programas innovadores, la aplicación
de prácticas con base científica para reducir el nivel de reincidencia y para abordar a una población que, a su
criterio, está mejor controlada a nivel local.
Si bien la mayoría de la fuerza policial celebró el espíritu de la reestructuración, como la expansión del control
local y las oportunidades de tratamiento para los delincuentes, todos los entrevistados estaban preocupados por
el aumento de la inseguridad. Se está revirtiendo la tendencia histórica descendente de la tasa de delincuencia en
California y la policía sostiene que el plan de reestructuración es el culpable. De acuerdo con un estudio reciente
Garantistas, sí; ingenuos, no: cómo cumplir la promesa de reducir la
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de Lofstrom y Raphael (2013), la tasa de delincuencia aumentó significativamente durante el primer año de
implementación de la reestructuración (2011 y 2012). La tasa de delitos contra la propiedad siguió
disminuyendo a nivel nacional, pero en California aumentó alrededor del 8%. Además, este crecimiento fue
mayor que el correspondiente a los demás Estados en los que las tasas de delincuencia eran similares a las de
California antes de la implementación de la reestructuración. La tasa de delitos violentos también aumentó en
California un 3,2% durante el primer año del plan, pero este incremento se asemeja al crecimiento
experimentado por otros Estados que tenían tasas de delincuencia similares a las de California antes de la
reestructuración. El informe muestra que existen «pruebas contundentes de que el plan de reestructuración está
relacionado con el crecimiento de la tasa de delitos contra la propiedad. Particularmente, vemos un incremento
importante en el número de hurtos de automotores, que creció un 14,8% entre 2011 y 2012″ (Lofstrom y
Raphael, 2013:2). Además de lidiar con la tasa de delincuencia en aumento, la policía dice que ahora tiene
menos opciones para controlar el comportamiento de los delincuentes. En algunos condados, cuando una
persona es detenida, muchas veces es liberada rápidamente, debido a la superpoblación carcelaria. Todos
observan de cerca estas tendencias en las tasas de delincuencia.
En conclusión, pasaron más de dos años desde la implementación de la reestructuración y el sistema de justicia
de California cambió de manera inesperada tanto en profundidad como en alcance. La reasignación de
responsabilidades entre las diversas esferas del sistema de ejecución penal de California resulta destacable, dado
que miles de personas que se encontraban bajo jurisdicción estatal fueron transferidas hacia la jurisdicción de
los condados. Las autoridades colaboran mutuamente de manera sorpresiva e insólita y llevaron a cabo
iniciativas financiadas de manera conjunta, eliminando duplicaciones y se acercaron a la justicia desde una
perspectiva más amplia, no sólo acotada a las agencias locales. La reestructuración fomentó que los condados
adquieran una mirada más holística de las necesidades de los delincuentes, tratándolos dentro de su contexto
familiar y social.
Solo el tiempo dirá si el experimento de reestructuración en California sirvió como trampolín para cambiar la
tendencia del país de confiar excesivamente en las cárceles estatales. Se trata de un momento decisivo y de un
experimento del que está pendiente todo el país. Las enseñanzas preliminares que nos dejó la reestructuración
hasta ahora sirven como ejemplo, a saber, la presión ejercida por los delincuentes de alto riesgo que condujo a
los condados a reforzar la vigilancia (en lugar de alternativas de suspensión condicional de la pena orientadas a
la provisión de servicios para el delincuente), el costo y la dificultad de tratar a los agresores sexuales y
enfermos mentales, y la réplica, en algunas cárceles de los condados, de la superpoblación, la violencia y la
ociosidad que abundaba en las cárceles estatales. Pero estas lecciones tampoco implican que el camino esté
predeterminado. Los encargados de formular políticas cuentan con que los condados hagan un mejor trabajo y
los criminólogos tienen un rol central para asistirlos, con su filosofía de implementación y adhesión al
programa, sus herramientas de análisis de riesgos y necesidades y sus evaluaciones sobre programas de
reinserción social con base científica. Tenemos que asegurarnos de que la presión ejercida para acabar con el
encarcelamiento masivo pueda perdurar más allá de la actual crisis fiscal y la disminución de la tasa delictiva,
en lugar de que reviva en tiempos más prósperos o cuando se revierta la tendencia de la tasa delictiva.
IX. GARANTISTAS, SÍ; INGENUOS, NO: CINCO CRITERIOS A SEGUIR PARA REDUCIR LA
POBLACIÓN CARCELARIA
El enfoque garantista sobre la ejecución de la pena destaca que el delito no es una elección de actores
autónomos que se encuentran en la misma situación social, sino que estas elecciones están ligadas a una
multiplicidad de deficiencias, tanto individuales como sociales (muchas de las cuales tienen que ver con
condiciones sociales desfavorables desde el mismo nacimiento), lo que coloca a estos individuos en una
situación de vulnerabilidad para cometer delitos. Debido a la equidad y la empatía, los garantistas tuvieron en
cuenta estas realidades criminógenas al momento de formular las políticas estatales. Esta perspectiva también
condujo a que los garantistas acudan a la ciencia, ya que únicamente mediante un cuidadoso análisis se puede
identificar la naturaleza de las deficiencias relacionadas con el delito y así desarrollar tratamientos que
respondan a este problema. Sin embargo, como sucede con todas las ideologías, el enfoque garantista puede
oscurecer más de lo que aclara. Cuando resulta excesivo, provoca una «identificación excesiva» con los
delincuentes y una negación de la patología (Curie, 1985). Por lo tanto, no ser ingenuo implica no suponer que
las buenas intenciones de los garantistas serán suficientes para superar las duras realidades y prestar atención a
la ciencia y a las barreras que deberán ser derribadas para lograr los objetivos garantistas. En este caso, el
desafío consiste en pensar de manera clara e innovadora sobre cómo posibilitar una reducción de la población
carcelaria que sea sostenible.
Para avanzar en las posibilidades de un enfoque «garantista pero no ingenuo» para reducir la población
carcelaria, estamos en condiciones de proponer cinco criterios para guiar estos esfuerzos. En cierto sentido,
estos criterios son una enseñanza de lo que hemos aprendido de los fracasos anteriores, de investigaciones
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criminológicas y del actual experimento en California. Estos criterios no fueron concebidos como inmutables,
sino que sirven como pautas provisorias que pueden ser desarrolladas y ampliadas a medida que se acrecienta el
conocimiento.
En primer lugar, es preciso establecer un límite a la población carcelaria. Las alternativas al encarcelamiento no
son como el campo de béisbol de la película «El campo de los sueños»: si lo construyes, ellos vendrán. Por el
contrario, tal como ha sido demostrado en reiteradas oportunidades, estas opciones alternativas son recursos que
pueden cumplir muchos objetivos, que incluyen la ampliación de la red de control social y el aumento en los
controles (Austin y Krisberg, 1982; Tonry, 1990). Es probable que, si a las jurisdicciones locales se les otorgan
grandes incentivos financieros, se pueda reducir la voluntad de utilizar las cárceles estatales y, por lo tanto, las
alternativas no privativas de la libertad se verían atractivas. Pero en última instancia el único camino posible
para reducir la población carcelaria es establecer un tope inamovible a la capacidad de las cárceles.
En consecuencia, aunque el Estado de California no haya elegido reducir la población carcelaria, el límite
impuesto por la justicia está logrando disminuir la cantidad de reclusos del Estado. Otra alternativa sería que los
Estados limiten por voluntad propia la cantidad de cárceles que estarían dispuestos a operar. Jonson, Eck y
Cullen (2014) han sugerido establecer un sistema de «tope y canje» (cap-and-trade) mediante el cual se
financiaría a cada condado de un Estado una cantidad limitada de camas. En caso de que los condados quisieran
exceder el límite máximo, éstos tendrían que comprar más camas de otros condados más austeros que no hayan
utilizado su cantidad asignada. Sin embargo, es ridículo pensar que el establecimiento de sanciones alternativas
a la privación de la libertad externará de las cárceles a un gran número de presos. En última instancia, es
probable que la reducción sea significativa sólo si los responsables de formular políticas se proponen el objetivo
específico de disminuir la cantidad de reclusos que pueblan las cárceles. Por lo tanto, primero, el desafío
consiste en establecer un límite a la población carcelaria y luego determinar cuál es el mejor modo de sancionar
a los delincuentes a través de medidas alternativas.
En segundo lugar, se debe considerar seriamente el tema de la reincidencia. Es probable que la reducción de la
población carcelaria fracase si la liberación de los reclusos genera una ola de delitos. Para evitar este supuesto,
será necesario utilizar herramientas de evaluación de riesgo para separar cuidadosamente la paja (los
delincuentes de alto riesgo) del trigo (los delincuentes de bajo riesgo). Sin embargo, también será necesario
desarrollar un sistema de rendición de cuentas por el cual se asigne un «responsable» de mantener las tasas de
reincidencia bajo control. Las sanciones pueden seguir el ejemplo de la acción policial. A modo ilustrativo, el
innovador sistema policial Comstat en la ciudad de Nueva York ha logrado la reducción de los delitos haciendo
hincapié en el desarrollo de claras métricas de desempeño y la responsabilidad administrativa para bajar la tasa
de delincuencia (véase Cullen, Jonson y Eck, 2012). El sentido común de la función policial parte de la noción
de que no sólo se debería evitar que existan los delitos y las áreas de mayor concentración de delitos sino que
también se debería prevenir su aumento. Por lo tanto, es necesario identificarlos y abordarlos a través de una
intervención proactiva orientada a la solución del problema. Asimismo, cuando se reduce la población
carcelaria, no se puede ver como algo natural, o como un fenómeno que escapa al control del ser humano, el
hecho de que los delincuentes reinsertados en la comunidad cometan delitos, sino que se debe controlar
cuidadosamente la reincidencia. Para ello se deben adoptar medidas orientadas a la prosecución de objetivos y
designar responsables para el desarrollo de soluciones. Estos parámetros de medición tienen que estar
relacionados con perfiles criminales que tomen en cuenta el riesgo de reincidencia y las necesidades de los
delincuentes, en lugar de categorías amplias sobre el delito por el cual el delincuente ha sido condenado o sobre
las necesidades del delincuente.
En tercer lugar, se debe reafirmar la rehabilitación. Una hipótesis fundamental del modelo garantista de la
ejecución penal, respaldada por numerosas pruebas, postula que las intervenciones con los delincuentes no van a
ser eficaces a menos que contengan un importante componente de rehabilitación (Andrews y Bonta, 2010;
Lipsey y Cullen, 2007; MacKenzie, 2006). Sin embargo, los programas de rehabilitación no surtirán efecto si se
implementan sin tomar en cuenta las pruebas o si el escaso financiamiento debilita la fidelidad a la integridad
del tratamiento. Si como sociedad nos comprometemos seriamente con el objetivo de reducir la reincidencia, las
sanciones alternativas a la privación de la libertad se deben ver entonces como opciones completamente viables
en pie de igualdad con el encarcelamiento y no sólo como alternativas menos costosas a las que recurrimos
cuando el Estado no puede afrontar más el costo de poner a la gente tras las rejas. A menos que los responsables
de formular políticas se comprometan a invertir dinero en lo que funciona, en lugar de sólo ahorrarlo en intentos
de rehabilitación del delincuente, es probable que este modelo, que se aleja del encarcelamiento, resulte tan
ineficaz como los programas que se implementaron anteriormente.
Los defensores de estas alternativas deberían dejar de promocionarlas como menos costosas. Tenemos que
reconocer que las alternativas eficaces para los delincuentes de alto riesgo y aquéllos con afecciones mentales
nunca resultarán económicas, pero en el largo plazo serán más humanizadas y su costo se amortizará.
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Afortunadamente, la reforma de la justicia penal está atrayendo una prometedora inyección de fondos de capital
privado. Los bonos de impacto social (SIB, por sus siglas en inglés) o los «bonos de pago por resultados» son
herramientas innovadoras de financiamiento que tienen por objetivo aumentar el flujo de dinero disponible para
los programas de desarrollo social. A través del bono de pago por resultados, los inversores brindan apoyo
financiero para la implementación de programas a nivel federal, estatal o local que tienen por objetivo lograr
resultados predeterminados. Generalmente, se espera que el gobierno ahorre dinero con los resultados de esos
programas, por ejemplo, mediante la reducción del número necesario de camas en las cárceles o de refugios para
personas en situación de calle. Los organismos gubernamentales se comprometen por adelantado a que, si el
programa cumple con los objetivos, el dinero ahorrado se usará para devolver el capital invertido más un
rendimiento. Lo que resulta particularmente atractivo de este proyecto es que no sólo impulsaría el
financiamiento de programas innovadores, sino que también se mejorarían las correspondientes evaluaciones de
los programas. Los inversores no aportarán capital a menos que el programa acredite exactamente lo que hace,
qué reducción anticipada de la reincidencia ofrece y a qué costo. Asimismo, los bonos de impacto social tienen
el beneficio adicional de generar alianzas entre las organizaciones sin fines de lucro, el sector público y el sector
privado.
En el año 2012, el grupo Goldman Sachs anunció que iba a invertir 10 millones de dólares en bonos de impacto
social para un programa nuevo de cárceles. En enero de 2014, la entidad Bank of America Merrill Lynch
informó que había recaudado, de más de cuarenta clientes privados e instituciones, 13,5 millones de dólares
estadounidenses para el financiamiento de un proyecto de reforma destinado a delincuentes previamente
encarcelados del Estado de Nueva York. Ese mismo mes, la Fundación James Irvine dio a conocer su Proyecto
de Pago por Resultados en California (California Pay for Success Initiative). Esta ayuda de 2,5 millones de
dólares estadounidenses brindará financiamiento flexible a las organizaciones sin fines de lucro con el fin de
asegurarles un capital inicial para la implementación de programas innovadores. Además, el gobierno federal ha
asignado incluso una mayor cantidad de fondos. El Departamento de Trabajo de los Estados Unidos ha otorgado
24 millones de dólares para el financiamiento de programas de empleo con bonos de impacto social, mientras
que el Departamento del Tesoro está solicitando ideas de proyectos para la propuesta de desarrollo de un Fondo
de Incentivo de Pago por Resultados (Pay for Success Incentive Fund) de 300 millones de dólares. Para la
reducción de la población carcelaria, el uso de los bonos de impacto social debería incentivar la creación de
nuevas propuestas, la construcción de conocimientos y la rendición de cuentas de los programas.
En cuarto lugar, se debe brindar asistencia técnico profesional a los Estados y a las comunidades que desean
reducir su población carcelaria. Como puede observarse en California, la reducción de la población carcelaria es
un proceso largo y complejo en el cual se deben tomar en cuenta intereses diversos y las particularidades de
cada Estado (p. ej., las leyes penales, las penas y las sentencias que revocan la libertad condicional). Para que la
reducción de la población carcelaria tenga posibilidades de éxito, los proyectos tienen que estar acompañados
por información brindada por el personal interno como por asesores, con el tiempo y la pericia técnica
necesarios para garantizar que la raíz del problema se entienda y luego se tomen las decisiones
correspondientes. Sin embargo, cumplir con esos proyectos será un desafío abrumador, ya que, como la
reducción de la población carcelaria sigue siendo un movimiento reciente, es probable que no exista mucha
pericia técnica disponible. Por lo tanto, una cuestión de relevancia aún pendiente de abordaje es descubrir cómo
se puede crear esta capacidad técnica, incluyendo el intercambio de ideas de un Estado a otro.
En quinto lugar, se debe desarrollar una criminología para la reducción de la población carcelaria. Si bien los
académicos escribieron numerosas críticas acerca del encarcelamiento masivo, el material bibliográfico que
aborda la temática de cómo reducir la población carcelaria continúa siendo escaso (como excepción, véase
Jacobson, 2005). El desafío para los criminólogos, en especial aquellos garantistas que han rechazado el uso
excesivo de la privación de la libertad, es poner la misma energía en comprender cuál es el mejor modo de
reducir la población carcelaria de la nación. Ello podría implicar, p. ej., delimitar con claridad los factores de
riesgo del encarcelamiento masivo y determinar cuáles son «estáticos» (no se pueden modificar) y cuáles son
«dinámicos» (se pueden modificar). También resulta necesario tener mayor noción del significado del término
«riesgo» en el contexto de las herramientas de evaluación de riesgo existentes más populares. Por ejemplo,
¿cuáles son los criterios objetivos que definen el riesgo alto (número de antecedentes, edad, tipo de delito)? Una
mayor transparencia en la información facilitaría las comparaciones entre los condados y los Estados. También
podría utilizarse esa información para clasificar detalladamente todas las medidas de reducción y comenzar a
analizar sus efectos. Finalmente, existiría la posibilidad de elaborar modelos para lograr la reducción de la
población carcelaria que se fundamenten en principios con base científica. Independientemente de las
características particulares, la criminología de reducción de la población carcelaria buscaría construir
conocimientos para brindar información a los encargados de formular políticas que afectarán la vida de los
delincuentes y la seguridad de los ciudadanos.
X. CONCLUSIÓN
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El encarcelamiento masivo fue el epicentro de la política de ejecución penal durante cuatro décadas. Como
consecuencia de la combinación de ciertos factores, las grietas en lo que Clear (1994) ha denominado el
movimiento del «daño penal» se ensancharon. El incontrolable crecimiento de la población carcelaria se ha
detenido en gran medida. Con la misma importancia, surgió una nueva perspectiva respecto de las cárceles y
hoy los comentaristas de política de izquierda y de derecha consideran al encarcelamiento masivo como algo
insostenible y sujeto a escrutinio. Estos cambios reflejan por sí mismos un punto de inflexión esencial en la
política de ejecución penal y el escenario ideológico: un giro en una dirección distinta en términos cualitativos.
Sin embargo, lo que no resulta tan claro es si este contexto favorable dará como resultado únicamente la
nivelación de las poblaciones carcelarias o una campaña continua para reducir significativamente el sistema
carcelario de la nación.
Quienes mejor acogen la posibilidad de una reducción son los garantistas, entre ellos la mayoría de los
criminólogos, que en las últimas décadas realizaron un esfuerzo desmedido para desconstruir la retórica punitiva
y develar las consecuencias inquietantes de ser la nación del mundo con mayor nivel de encarcelamiento (véase
Alexander, 2010; Arditti, 2012; Clear, 2007; Clear y Frost, 2012; Manza y Uggen, 2006; Pager, 2007; Western,
2006). Sin embargo, si bien los criminólogos se especializaron en la «destrucción del conocimiento» en el
campo de la ejecución penal, es decir, en demostrar qué es lo que «no funciona», a menudo se abstuvieron de
demostrarle a quienes formulan las políticas y a quienes las aplican qué es lo que «sí funciona» (Cullen y
Gendreau, 2001). Es importante destacar que lo hicieron por elección y no porque resultaba inevitable.
De hecho, existen excepciones notables a la preferencia por las críticas, como p. ej., el caso de la rehabilitación,
en el que se desarrollaron principios específicos, así como también la tecnología necesaria para lograr que las
intervenciones sean efectivas (Andrews y Bonta, 2010 y MacKenzie, 2006). Incluso si encontrar la cura es más
desafiante que diagnosticar el problema subyacente, la criminología aún no explotó el potencial que tiene para
adoptar un enfoque orientado al problema en relación con el encarcelamiento masivo (véase, en sentido más
general, Eck, 2006). Sherman (2011:423) les exhortó a los especialistas a que piensen en ellos como
«inventores» que tienen la habilidad de crear «nuevos diseños» que reduzcan «los delitos y la injusticia». La
«criminología de reducción de la población carcelaria» que estamos instando es, en consecuencia, una
advertencia a los especialistas para que generen el conocimiento y las herramientas analíticas requeridas para
dirigirlos esfuerzos prácticos a reducir las poblaciones carcelarias (en este sentido, véase Jacobson, 2005).
La creación de esta criminología no se logrará mediante trivialidades, ilusiones e investigaciones académicas
elaboradas en un sillón frente a una computadora de escritorio. No existen soluciones sencillas para lograr la
reducción de la población carcelaria. Lo que se pretende es que este ensayo sea reflexivo, instructivo e impulse
a la acción. Es reflexivo porque advierte que, tal como ocurrió en el pasado, una oportunidad propicia para la
reforma se puede desperdiciar si las buenas intenciones no se refuerzan con políticas y prácticas sólidas. Es
instructivo al intentar identificar los motivos claves por los que la reducción podría frustrarse o tener éxito. En
último lugar, impulsa a la acción en tanto pretende esbozar los principios que se deben considerar en toda
iniciativa que tenga por objetivo reducir la población carcelaria.
En síntesis, reducir la población carcelaria representa tanto una oportunidad crucial para implementar una visión
garantista o progresista en relación con la ejecución de la pena, como también una oportunidad peligrosa de
fracaso y retorno a un tipo de sanciones que resulta represivo y está sujeto al manejo burocrático del delincuente
que entra, sale y regresa a las instituciones (véase Simon, 1993). A esta altura, es importante que los
especialistas se esfuercen por entender cómo se puede revertir el encarcelamiento masivo, tanto como se han
esforzado por comprender por qué este maremoto punitivo azotó a los Estados Unidos y dejó grandes
escombros a su paso. Debemos reconocer y superar nuestra ignorancia sobre cómo resolver el problema del
encarcelamiento masivo, es decir, nuestra «ingenuidad». Es crucial hacerlo con determinación y precaución, si
se pretende cumplir con la promesa de reducir la población carcelaria.
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2013.
(*) Próximo a publicarse en la edición de la temporada de invierno 2014-2015 de la Revista de Derecho Penal y
Políticas en Materia Penal de la Universidad Stanford (Stanford Journal of Criminal Law and Policy). La
traducción del idioma inglés al castellano fue efectuada por los alumnos Florencia Soding, Natalia Imperiali,
Florencia Espinosa, Magalí Scialfa, Mauricio Consilvio, Camila Alba Pilar García, Débora Gelardi, Florencia
Regueiro, Pablo Cruciani, Clara Sceppacuercia, Natalia Escalante, Azul Valente, Romina Sanabria y Luisina del
Río, en el marco del Taller de Traducción, Cátedra de Federico González (abogado y traductor público UBA), a
cargo de la traductora pública Marina Gaiteri, con la revisión y coordinación de Agustina Gil Belloni (abogada,
especialista en Derecho Penal y traductora pública UBA).
(**) Profesora de Derecho Adelbert H. Sweet de la Facultad de Derecho de la Universidad Stanford y
codirectora del Centro de Justicia Penal de Stanford. Es autora de más de cien artículos y diez libros sobre
delincuencia y políticas públicas. Su investigación sobre la reforma del régimen de libertad condicional,
reinserción social y políticas sobre la imposición de pena ha generado cambios en las políticas en todo el
territorio de los Estados Unidos. Algunas de sus obras son When Prisoners Come Home: Parole and Prisoner
Reentry (Cuando los reclusos regresan a su hogar: libertad condicional y reinserción social), The Oxford
Handbook of Sentencing and Corrections (Manual de la imposición y ejecución de la pena de Oxford) y Crime
and Public Policy (Delincuencia y políticas públicas). Presidió la Sociedad Americana de Criminología (ASC,
por sus siglas en inglés) y fue la ganadora del Premio de Criminología 2014 otorgado por la Universidad de
Estocolmo.
(***) Profesor investigador distinguido en la Facultad de Justicia Penal de la Universidad de Cincinnati. Ha
publicado más de trescientos trabajos sobre teoría criminológica, tratamiento correccional, opinión pública,
victimización sexual y delitos de cuello blanco. Entre sus obras más recientes se encuentran Reaffirming
Rehabilitation (30th Aniversary Edition) (Reafirmando la rehabilitación, Edición 30 Aniversario), Correctional
Theory: Context and Consequences (Teoría de la ejecución penal: contexto y consecuencias) y The American
Prison: Imagining a Different Future (Las cárceles estadounidenses: imaginando un futuro distinto). Presidió la
Sociedad Americana de Criminología (ASC, según sus siglas en inglés), así como la Academia de Ciencias de
la Justicia Penal. En el año 2010 recibió el premio Edwin Sutherland de la ASC.
(1) Cabe destacar, sin embargo, que la población de las cárceles federales se incrementó un 0,7% en 2012,
mientras que en las cárceles estatales disminuyó un 2,1% (Carson y Golinelli, 2013b).
(2) El índice de encarcelamiento de California (cárceles del Estado más cárceles de los condados) en 2010 era
835, y para 2017 se prevé que será 824 (Fuente: Cárceles de los condados 2010. Estudio de perfiles en las
cárceles de los condados, realizado por la Dirección de Ejecución Penal del Estado de California y sus condados
(BSCC, por sus siglas en inglés); Cárceles del estado de California 2010, Departamento de Correcciones y
Rehabilitación de California (CDCR, por sus siglas en inglés), informes mensuales; cárceles de los condados
2017, Jim Austin; cárceles del Estado de California 2017, CDCR, previsiones del otoño 2013; población adulta
de California 2010, Censo de los Estados Unidos; población adulta de California 2017, Departamento de
Finanzas de California, a través de Tracey Kaplan).
(3) Nota de los traductores: En el sistema jurídico de los Estados Unidos, las penas pueden ser determinadas o
indeterminadas (en el primer caso, el juez fija la pena específica que el condenado debe cumplir, mientras en el
segundo, define sólo un mínimo y un máximo de pena posible, por lo que la cantidad concreta de pena que el
interno va a cumplir será determinada administrativamente a través del tratamiento penitenciario). En los Estados Unidos, la ejecución de la pena no es una etapa jurisdiccional, sino netamente administrativa. Por lo tanto, la libertad condicional se resuelve en el marco de una audiencia que se lleva a cabo en el ámbito penitenciario. En función de la distinción entre penas determinas e indeterminadas, la fecha en que se otorga la libertad del interno puede ser definida de dos maneras. En el primer caso, la libertad se otorga una vez que el
interno haya cumplido cierta parte de la pena impuesta, restándole los días que se computan en su beneficio por
aplicación del sistema de reducción de la pena con base en la buena conducta. En el segundo caso, el consejo
penitenciario tiene la facultad de definir la fecha de egreso, previa verificación de que el interno cumple con una
serie de parámetros fijados en leyes o reglamentos administrativos.
(4) Código Penal de California, art. 1170, inc. h) (West, 2012). El Código Penal de California determina si un
delito califica como grave o violento, arts. 667.5, inc. c), y 1192.7, inc. c).
(5) Procurador General de California, Departamento de Justicia de California, Tabla 40: «Delincuentes adultos
que fueron detenidos y luego condenados por un delito grave, 2005-2010″, en Crime in California, 2010 (2011)
— Cal. Att’y Gen., Cal. Dep’t of Justice, Table 40 Adult Felony Arrestees Convicted, 2005-2010, in «Crime in
California, 2010″ (2011)— (muestra que de los 201.820 adultos que fueron detenidos y luego fueron
condenados, 109.494 fueron por delitos contra la propiedad y delitos relacionados con las drogas).
(6) La única excepción es que aquellos que fueron dejados en libertad luego de haber cumplido una condena de
prisión perpetua por tiempo indeterminado pueden volver a la cárcel del Estado por violación técnica de los
términos de la libertad condicional.
(7) Código Penal de California, art. 17.5.
(8) Código Penal de California, art. 17.5, inc. a 3-5.
(9) Véase el Monthly Population Report al 31/05/2011 a la medianoche (2011) del CDCR, disponible en:
www.cdcr.ca.gov/Reports_Research/Offender_Information_Services_Branch/
Monthly/TPOP1A/TPOP1Ad1105.pdf. Las cifras de población carcelaria del CDCR pueden verse en:
Actualizaciones del tribunal ad hoc de tres jueces del CDCR (2013), disponible en: www.cdcr.ca.gov/News/
3_judge_panel_decision.html.
(10) «Prison Overcrowding: The Magic Number», The Economist, 11/05/2013, disponible en
www.economist.com/news/ united-states/
21577411-california-hasnt-emptied-its-prisons-enough-it-trying-magic-number.
(11) «Defendants’ Report in Response to January 12, 2010 Order», Brown c. Plata, 131S. Ct. 1910 (2011)
(07/06/2011).
(12) Para conocer las cifras de la población carcelaria, véase «Monthly Total Population Report Archive del
CDCR: www.cdcr.ca.gov/reports_research/offender_information_services_branch/Monthly/
Monthly_Tpop1a_Archive.html» (las cifras de cada mes se obtuvieron del respectivo informe de la población
mensual total); para conocer las cifras de la población adulta de California, véase American Fact Finder de la
Oficina de Censos de Estados Unidos, www.factfinder2.census.gov/faces/ nav/jsf/pages/
searchresults.xhtml?refresh=t>Monthly_Tpop1a_Archive.html (la población adulta se calculó multiplicando
el porcentaje de habitantes de 18 años o más de edad por la cantidad total de habitantes).
(13) «Defendants’ Status Report and Request for an Extension», sept. 16, 2013, «Coleman c. Brown and Plata c.
Brown», presentado por el fiscal general de California el 16 de septiembre de 2013, p. 3, líneas 1/10).
(14) La totalidad de los métodos de investigación y las conclusiones se encuentran en: Petersilia, Joan, «Voices
from the Field: How California Stakeholders View Public Safety Realignment» (enero 2014),
www.law.stanford.edu/organizations/ programs-and-centers/ stanford-criminal-justice-center-scjc.new-reports.
The National Institute of Justice, Award nro. 2012-IJ-CX-0002, United States, Department of Justice. La
fundación James Irvine Foundation financió la investigación. Joan Petersilia fue la principal investigadora.
(15) LOS ANGELES COUNTY, «Public Safety Realignment: Year-two Report» (diciembre de 2013),
disponible en: www.ccjcc.lacounty.gov/PublicSafetyRealignment.aspx.
(16) Los investigadores se encontraron con que aquellos delincuentes derivados a los condados para su
supervisión (proxy-PRCS offenders) poseían antecedentes penales más extensos y un porcentaje más alto de
aprisionamientos previos por condenas ligadas a hechos más graves y/o más violentos que aquellos delincuentes
que continuaron bajo la órbita del Estado en el marco de una libertad condicional tradicional (entre ellos,
proxy-state parolees). Los delincuentes derivados a los condados para su supervisión contaban con un promedio
de cinco encarcelamientos previos en California y, de acuerdo al Análisis Estático de Riesgo de California
(CSRA en inglés), un 59 por ciento de éstos se encontraba en la categoría de «alto riesgo» de reincidencia, y un
23 por ciento de estos delincuentes de alta peligrosidad eran considerados «altamente violentos» por el CSRA.
Entre los delincuentes bajo libertad condicional a nivel estatal (proxy-state parolees), un 48 por ciento se
encuentra dentro de la categoría de «alto riesgo» y más de la mitad se ubica dentro de los grupos de riesgo bajo y
moderado. Digno de mención el análisis llevado a cabo por la University of California Irvine, también
demuestra que los delincuentes proxy-PCRS bajo condena de ejecución condicional tienen necesidades serias:
al 5 por ciento se le exige registrarse como agresor sexual y el 11 por ciento posee un «alerta por salud mental»
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en los registros de las unidades penitenciarias bajo la esfera del CDCR. Inclusive, su análisis resta importancia a
la gravedad de los antecedentes que registran los detenidos transferidos a los condados, ya que la definición del
CDCR de «antecedente penal» sólo incluye encarcelamientos previos en unidades penitenciarias del Estado de
California y excluye encarcelamientos previos en cárceles de los condados, o federales, o pertenecientes a otro
Estado.
(17) Los derechos enumerados se encuentran establecidos en la Constitución de California en su cap. I, art. 28.
Información completa en la Oficina de la Fiscalía General de California, «Declaración de derechos de las
víctimas de 2008: ley de Marsy» (Office of the California Attorney General, «Victims’ Bill of Rights Act of
2008: Marsy’s Law), disponible en www.oag.ca.gov/victimservices/ marsys_law. Véase también SPENCER,
Jessica y PETERSILIA, Joan, «California Victims’ Rights in a Post-Realignment World», 25 Fed. Sentencing
Reporter 226 (2013).
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ABELEDO PERROT Nº: AP/DOC/817/2017

Prisiones con sobrepoblación en EEUU

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