«Borges y el derecho» Cómo y porqué juzgamos Por el Dr. Leonardo Pitlevnik

El pasado 18/8, Leonardo Pitlevnik, expuso en una mesa junto a la investigadora Mariela Blanco, en el Instituto de Investigaciones Jurídicas y Sociales Ambrosio Lucas Gioja de la Universidad de Buenos Aires. A continuación, acercamos una publicación ligada a la charla mencionada, sobre el modo de juzgar a partir de un cuento de Borges (El hombre en el umbral), aparecida en la revista Variaciones Borges, de la Universidad de Pittsburgh (Nro 46-2018).

1. Introducción
La instancia de juzgamiento a un acusado no es una escena común en los cuentos de Borges. En “Deutsches Requiem”, antes de ser ejecutado “por torturador y asesino” (OC 1: 576), un nazi reflexiona acerca de sus acciones durante la guerra. Señala que el tribunal que lo ha condenado procedió con rectitud y que él, desde el inicio, se había declarado culpable. En “Los Teólogos”, Juan de Panonia es llevado a la hoguera por el contenido de  un escrito que primero había sido utilizado para defender la fe católica, y luego se consideró herético. El personaje se defendió ante jueces que no lo escuchaban y cometió la torpeza de discutir con ellos “con ingenio y con ironía” (OC 1: 555). Fue sentenciado a muerte y quemado en la hoguera.
En “Tema del traidor y del héroe” Kilpatrick, el líder de una revuelta, es hallado culpable de traición y condenado por un tribunal revolucionario.
La ejecución queda oculta bajo el disfraz de un atentado que enciende la rebelión.
En el texto que sigue, analizaré “El hombre en el umbral”, un cuento en el que se relata la historia del juzgamiento y ejecución de un personaje por los crímenes cometidos contra la población. Presentaré primero el modo en que el relato, conforme ha sido señalado por otros autores, presenta una perspectiva subalterna, a partir de una narración en la que un pueblo derroca a un tirano cuya ubicación, en una región remota del globo, es fácilmente trasladable a nuestro contexto. En segundo lugar, abordaré la manera en que, partiendo de una aparente imposibilidad de llevar a cabo un juicio justo, se llega a la elección de un jurado, una práctica judicial ligada al republicanismo y las prácticas democráticas. Señalaré algunas cuestiones relacionadas con este sistema de enjuiciamiento, su evolución en la India (donde ocurre el relato), la idea política que sostiene esta forma de administrar justicia y el modo en que es pensada en las reformas procesales que están teniendo lugar actualmente en la Argentina. Por último, como tercer eje temático, a partir del rol central que tiene el acto de narrar de uno de los personajes, pasaré revista a la importancia de las formas del relato y la estética del discurso en las prácticas de juzgar.
El cuento se inicia con un encuentro entre Borges, Bioy y Dewey, un inglés, que dice haber trabajado en la India, donde le fue encomendado buscar a Glencairn, un juez escocés duro y temible que había sido enviado para apaciguar las luchas intestinas. Este juez había hecho su trabajo de manera sanguinaria hasta que en determinado momento desapareció y no se supo más de él. Las numerosas búsquedas condujeron a Dewey a un patio de una casa donde se celebraba lo que a él le pareció una fiesta musulmana y en cuyo umbral “se acurrucaba un hombre muy viejo” (OC 1: 613). Dewey consultó al anciano y éste, como respuesta, narró la antigua desaparición de otro juez, que había sido secuestrado y luego juzgado por un jurado de personas provenientes de las capas más relegadas de la población, presidido por un loco. En el final del cuento Dewey advierte que el destino de Glencairn está contenido en el relato que escucha; el juicio y la ejecución, que el viejo dice recordar, está teniendo lugar en el fondo de ese patio.
2. Una mirada subalterna: de la India a Buenos Aires
Menciona Balderston que el relato recupera la mirada del subalterno, del colonizado. Refiere que Glencairn se correspondería con John Nicholson, un personaje histórico que en el mismo cuento aparece mencionado de manera incidental, que había sido enviado a la India para poner fin a una serie de disturbios y había logrado su objetivo obrando con violencia y rigor. Nicholson exhibía en su escritorio las cabezas que había ordenado cortar y pregonaba la tortura o el castigo cruel para con sus enemigos.
Señala también Balderston que en 1919, la matanza de Amritsar (otro de los lugares mencionados en el cuento), hizo que el consentimiento que los indios parecían dar a los ingleses hasta ese momento, se tornara en desconfianza. El cuento reflejaría así a una India colonizada que veía a la justicia británica como injusta, arbitraria y cruel (“En el umbral” 166). Dice el personaje del viejo que la maldad de Glencairn pareció primero la forma de una ley que desconocían, pero después se dieron cuenta de que “su afinidad con todos los malos jueces del mundo era demasiado notoria” (OC 1: 614).
El loco puesto a la cabeza del jurado evidenciaría también la mirada que el inglés podía tener sobre el pueblo hindú como “infantil, irracional y algo loco”.1
El colonizado mira con ajenidad al colonizador cruel; el colonizador menosprecia el saber del colonizado.
La locación del relato es difícil de nombrar. Dice el narrador: “La exacta geografía de los hechos que voy a referir importa muy poco. Además ¿qué precisión guardan en Buenos Aires los nombres de Amritsar o de Udh?” (OC 1: 612). Como en “La muerte y la brújula”,2 también aquí podemos reconocer en el relato un tono rioplatense. En primer lugar, es bien conocida la idéntica descripción que Borges hace del hombre en el umbral con la de un personaje de “El Sur”. Dice del primero: “inmóvil como una cosa, se acurrucaba en el umbral un hombre muy viejo. Diré cómo era porque es parte esencial de la historia. Los muchos años lo habían reducido y pulido como las aguas a una piedra o las generaciones de los hombres a una sentencia” (OC 1: 613). Y en “El Sur”, un cuento que ocurre en la provincia de Buenos Aires, nos dice: “En el suelo, apoyado en el mostrador se acurrucaba, inmóvil como una cosa, un hombre muy viejo”. En seguida continúa: “Los muchos años lo habían reducido y pulido como las aguas a una piedra o las generaciones de los hombres a una sentencia” (OC 1: 527). Ese sur bonaerense es un espacio asimilado al pasado (un pasado rojo punzó, dice el cuento), en un mundo más antiguo y más firme. Hacia allí viaja el narrador leyendo Las mil y una noches (que también es mencionada en “El hombre en el umbral”). En ambos textos será ese viejo pulido por los años quien interviene para que ocurra la muerte de alguien.
Balderston refiere que este paralelo entre ambos relatos permite pensar que no se confronta oriente y occidente, sino que la tensión se da entre culturas tradicionales e históricas, lo que también ocurre en la Argentina (“En el umbral” 173). En esta idea de un orden inglés dominante y un orden popular que lo confronta o lo desarticula, Balderston relaciona “El hombre en el umbral” con las referencias de Ludmer a la gauchesca como conflicto entre dos leyes: el derecho escrito de la nación estado y el derecho oral de los gauchos (“En el umbral” 168). El hombre del umbral dice que “la justicia inglesa que administraba no era conocida de nadie y los aparentes atropellos del nuevo juez correspondían acaso a válidas y arcanas razones. Todo tendrá justificación en su libro, queríamos pensar” (OC 1: 614, subrayado del autor). La descripción, se trate de la India o de Sudamérica, es la de una población sometida a una ley que le es ajena e impuesta por otros. Borges traza un escenario en el que la supuesta cultura civilizada impone una regla de orden a una población india en ebullición y engendra mediante ese orden un sistema sangriento que la misma población india se ve impulsada a derrocar. El orden coactivo se vuelve barbarie contra la cual se levanta la población supuestamente incivilizada.3
Ludmer señala que la literatura es la construcción de una ecuación lengua-ley. Hay, dice, una literatura para el pueblo y otra por el pueblo. La primera es didáctica. La segunda puede incorporarla u ofrecer otra contraria en donde ley y justicia aparecen nítidamente diferenciadas. Los discursos muestran dos órdenes que conviven y se excluyen. La ley, en este caso, expulsa al gaucho (193-97). La consecuencia es la generación de diálogos paralelos de resistencia. Aquéllos que se reconocen como iguales, astillas del mismo palo, para decirlo con Fierro, miran al estado como enemigo. En Juan Moreira, para tomar otro de los ejemplos centrales de nuestra literatura de fines del siglo XIX, es continua la referencia a la necesidad compartida de establecer comunicaciones, códigos y lazos entre iguales por fuera o
en contra de la injusticia estatal.
Ni Fierro, ni Cruz, ni sus hijos viven en un estado que los contenga; más bien lo que se menciona en el poema de Hernández es una caterva de jueces, políticos, policías y militares ávidos de utilizar al gaucho para provecho propio. El moreno y Fierro coinciden en su mirada negativa sobre la ley: sólo al pobre le rige; es tela de araña que enreda a los bichos chicos; cae sobre el que está abajo (232). El gaucho debe arreglárselas por fuera o en contra de ese estado que lo persigue y lo obliga a la soledad o a la compañía de otros que, también perseguidos, inician fuera del estado un diálogo paralelo (Pitlevnik 34).
Balderston lee el cuento a tono con “El escritor argentino y la tradición”, lo vincula con “On the City Wall”, de Kipling, donde también un relato sirve para distraer a un personaje, sólo que en Borges ese relato tiene un sentido político, es el subalterno “a quien se le ha cedido la palabra” (“En el umbral” 181).4
Menciona Balderston en otro trabajo que la veta anticolonial se percibe vinculada al contexto (la independencia en esos años de la India y Pakistán) y se traduce aquí en la mirada crítica sobre Dewey que equivoca las citas de Juvenal y que el personaje Borges no se priva de dejar en evidencia. Refiere también, en ese sentido, el cuestionamiento al sistema colonial en boca del viejo (“Liminares” 35).5
La figura de la autoridad derrocada también puede ser pensada más allá de la India (recordemos “La exacta geografía de los hechos que voy a referir importa muy poco”). Su nombre, David Alexander Glencairn, es 
inventado (así se nos dice en el cuento) y contiene el de famosos reyes y emperadores. Aquí es un juez escocés que lleva la violencia en la sangre.
Proveniente de un clan de guerreros, es enviado a imponer el orden en una región de la India. Personifica a la mano que con cetro de hierro aplicada contra naciones que, para 1949, la fecha en que se publicó el cuento, estaban en guerra. La descripción de este juez violento nos es familiar: se parece al tipo de juez descripto en la campaña argentina del siglo XIX  Quizás el texto canónico a citar en este sentido sea el Facundo donde se dice que la vida rural requiere “medios vigorosos de epresión, y para reprimir desalmados se necesitan jueces más desalmados aun” (79). Al igual que con Glencairn, que era “un hombre temido; el mero anuncio de su advenimiento bastó para apaciguar la ciudad” (OC 1: 612), Sarmiento menciona con respecto al juez de paz que “el terror de su nombre es más poderoso que los castigos que aplica” (79). Ese juez y su justicia son: [D]e todo punto arbitraria: su conciencia o sus pasiones lo guían, y sus sentencias son inapelables. […] se hace obedecer por su reputación de audacia temible, su autoridad, su juicio sin formas, su sentencia, un yo lo mando y sus castigos, inventados por él mismo […] poder amplio y terrible que sólo se encuentra hoy en los pueblos asiáticos.(79-80)6
Si volvemos a Martín Fierro y a Moreira, en ambos la figura del juez de paz en central para representar a ese estado hostil. Es quien lo destina sin motivo al primero a la frontera, otro se emborracha con jefe del destacamento y luego otro utiliza a Cruz para hacerse rico. En Moreira, es quien lo hace poner en un cepo injustamente, origina el espiral de violencia y es la figura a espaldas de quien se solidarizan perseguidos y no perseguidos. En la obra de Gutiérrez la oposición entre una justicia desalmada y el gaucho oprimido es continua.7
No sólo los autores de ficción, sino también los juristas coinciden con esta mirada sobre los jueces de paz. Moyano Gacitúa, criminólogo y ministro de la Corte Suprema argentina entre 1905 y 1910, refería que en la campaña no había vigilancia ni justicia y que los jueces impagos y semianalfabetos eran el azote de las poblaciones, un “factor criminógeno de
venganzas privadas o de abuso” (80). Carlos Octavio Bunge denunciaba la
explotación del gaucho por el juez de paz, el comandante y el comisario, lo
que obligaba a aquél a huir acosado por la “jauría policial” (16).
“El hombre en el umbral”, leído desde esta perspectiva, se ubica en un
espacio aparentemente poco común dentro de la obra narrativa de Borges.
Un pueblo se subleva contra la autoridad de un juez, lo juzga y lo condena
a morir. Mientras los personajes Borges, Dewey y Bioy aparecen individualizados, lo mismo que Glencairn, el propio hombre del umbral no tiene
nombre y relata la acción de un pueblo: “Hablar no basta; de los designios
tuvieron que pasar a las obras” (OC 1: 614). Hay en el relato un sabor a
“Fuentevoejuna lo hizo”.8
El sujeto es colectivo y anónimo. Primero el pueblo entero (“la pobre gente”, describe el relato) y luego su representación
en el jurado: Musulmanes y sikhs, judíos negros, hindúes y monjes de
Mahavira se unen para poner fin al sometimiento.
Cierto es también que esta “voz del oprimido”, esta mirada desde la
periferia, nos es mediatizada por Borges y transmitida a su vez de boca
de un inglés que, en la ficción del cuento, aparece como uno de sus inventores. Yerra en sus citas, fue engañado por el viejo y reconoce que los
nombres de personajes y lugares son inventados.9
Borges recuerda un dicho según el cual la India es más grande que el
mundo. Lo que en ella ocurre, sucede en cada punto del orbe, incluso en
Buenos Aires.10 La idea aparece corroborada en el segundo epílogo de “El Aleph”: “La momentánea y repetida visión de un hondo conventillo que
hay a la vuelta de la calle Paraná, en Buenos Aires, me deparó la historia
que se titula El hombre en el umbral; la situé en la India para que su inverosimilitud fuera tolerable” (OC 1: 630).
¿Qué es lo que ese hondo conventillo de la calle Paraná significó para
Borges al punto de haberse convertido en un umbral en la India colonial?
Quizás esa pertenencia orillera a la cultura occidental que explica en “El
escritor argentino y la tradición”, le dio esa libertad para pensar lo que
ocurría en esas piezas donde vivían familias hacinadas, muchas veces de
inmigrantes que hablaban otras lenguas. Él también podía creer que sucedía allí alguna fiesta de una religión que desconocía y entender, al mismo
tiempo, que quizás lo que ocurría era otra cosa. En definitiva, una ajenidad
cercana.
3. El juicio por jurados
El veredicto fue dictado por un jurado que representaba al pueblo cansado de los atropellos del juez. Este sistema de enjuiciamiento, en derecho
procesal penal, es considerado desde las visiones ligadas a ideales republicanos y democráticos como una manifestación del empoderamiento de la
comunidad, el reconocimiento de que el pueblo es soberano y protagonista en la toma de decisión.
¿De qué modo juzgar a un tirano sangriento e impiadoso? ¿Cómo debe
estar conformado un tribunal capaz de dictar un veredicto? Aquí aparece
un primer obstáculo: el narrador refiere que es imposible dar con uno de
los sabios que sostienen al mundo para que realice la labor de un juez. La
primera reacción ante la necesidad de juzgar es negar que tal acción pueda
llevarse a cabo, el convencimiento de que encontrar a una persona justa
capaz de tomar una decisión, es imposible. La racionalidad del acto mismo
de juzgar se pone en duda: aquellos que están en condiciones de hacerlo,
los justos, son, por definición, anónimos. Dice el cuento que A falta de un juez racional que permita comprender y tomar una decisión,
la opción del relato es ir al extremo opuesto. En lugar de la razón, la absoluta falta de ella: que decida un jurado presidido por un loco. No se sabe
su nombre, “andaba desnudo por estas calles, o cubierto de harapos, contándose los dedos con el pulgar y haciendo mofa de los árboles” (OC 1:
615). El acusado aceptó, porque imaginó que era la única oportunidad que
tenía de llegar a una absolución, pues sólo un loco podría absolverlo y no
temer lo que ocurriría si él llegaba a recuperar su libertad. Tras un proceso
de muchos días y muchas noches, fue condenado a morir y la sentencia,
ejecutada. El juez extranjero prevaricador, corrupto y opresor fue llevado
a juicio por los indios que recurrieron, para ello, a un sistema de enjuiciamiento típicamente inglés que data desde el medioevo.
Sin embargo, no siempre la corona instauró esta forma de enjuiciamiento en las colonias. En lo que hoy es Israel/Palestina o Chipre, por
ejemplo, se consideró inconveniente que fueran representantes de un
pueblo dominado quienes estuvieran facultados para resolver la culpabilidad o inocencia de un funcionario inglés. Además, los antagonismos
raciales restaban confianza a la constitución de un jurado imparcial surgido de esos mismos grupos que los ingleses mantenían bajo su mandato (Likhovsky 30). Las tensiones entre quienes vivían en las colonias
(griegos y turcos, árabes y judíos) dificultaba el juzgamiento por jurados
provenientes de grupos enemistados. Los ingleses, además, veían en las
comunidades que sojuzgaban una proclividad a la lealtad al grupo por sobre lo que denominaban “ideales abstractos de justicia” (Bryant 243, 246).
La situación de la India fue algo distinta. En lo que aquí nos interesa,
el sistema comenzó a ser regulado en el siglo XVII para crímenes cometidos por funcionarios de la Compañía de Indias y luego se fueron creando
formas de juzgamiento que incluían jurados o asesores que auxiliaban a un juez en su decisión. Las diferencias raciales, religiosas e idiomáticas
obstaculizaban los procesos cuando el acusado pertenecía a un grupo
distinto al de quienes juzgaban. En un contexto en el que no había una
buena opinión respecto de los jurados, las decisiones eran revocadas por
tribunales de apelación con más facilidad que en Inglaterra. A lo largo de
una regulación que se iba acomodando al escenario, se dictaron normas
que aseguraran a los británicos y americanos ser juzgados por jurados
integrados en su mayoría por británicos o americanos (Pullan 104-09).12
Tampoco en todos los estados se aplicó y en los que se lo hizo, no fue
de la misma manera. Kalyani Ramnath cita el caso de un hindú que no
quiso condenar a un culpable para no manchar sus propias manos con
sangre y menciona el poco interés de quienes profesaban esa fe en asuntos
terrenales, la idea de considerarse soplones si estaban en un jurado que
condenaba a un hindú, el poco valor que le daban al juramento impuesto
por un sistema extranjero, las dificultades del idioma, sumado a que
inicialmente, el juramento era un rito de cientos de palabras que quien
lo prestaba no entendía. Se cita el caso de un jurado de 9 miembros de
los cuales 5 no hablaban inglés, la lengua en que se presentaba la prueba.
Los ingleses, además, desconfiaban de los nativos, por considerarlos
proclives a cometer perjurio, mentir o a sobornar y ser sobornados.
Incluso se menciona que utilizaban el procedimiento judicial para tomar
venganzas por cuestiones personales (341-63). Para fines del siglo XIX, el
jurado comenzaba a ser considerado una institución extranjera ajena a la
tradición del país. Luego de la independencia, luego de un caso que tuvo
mucha repercusión en la población,13 en 1958, la comisión de reforma del
sistema procesal hindú recomendó abolir el jurado. Se consideró que era costoso, que llevaba mucho tiempo, que no era adecuado a la sensibilidad
de la población india y que los miembros eran sumamente influenciables
(Jain 138-41).14
Fuera del ejemplo histórico de la India, el jurado representa hoy para
los especialistas en derecho procesal penal la manera más adecuada de
participación popular en conflictos alcanzados por la ley penal. Es performativo en el sentido de que son ciudadanos comunes, elegidos por sorteo,
quienes construyen una decisión sobre la violación a la ley en lugar de
derivarlo en funcionarios que perciben un salario por ello.15
En el relato, el jurado aparece como una solución ante la imposibilidad
de hallar a los justos capaces de decidir el caso. La idea de una asamblea de
iguales que dicten un veredicto no es una regla que asegure una justicia
abstracta o el descubrimiento de una verdad, sino un método democrático
de deliberación de un colectivo designado para resolver un caso en el que
se imputa un hecho dañoso contra la comunidad que ese colectivo representa. El jurado es el estándar más alto entre deliberación y representación
para una decisión que no sólo importa un problema de verdad o falsedad
(¿tiene la deliberación más chances de llegar a la verdad?), sino político y
operativo en la gestión social. Es el modo de intentar llegar a una conclusión, pero es, sobre todo, un modo de intervenir y poner fin a un conflicto.
El modelo no viene exento de dificultades adicionales. ¿Cómo asegurar una decisión colegiada mediante una deliberación igualitaria? ¿Es posible eliminar veredictos sesgados por la proveniencia de los integrantes
del jurado? En la India este escollo habría constituido uno de los ejes de
la abolición del sistema. En el cuento, Borges lo soluciona mediante una
suerte de enumeración caótica de miembros heterogéneos.
Las reglas del jurado, en cuanto representación transparente de la
comunidad, pueden significar una trampa si no se es cuidadoso en fijar
reglas para su conformación a fin de evitar actuaciones sesgadas o contaminadas. El tema, de larga tradición en el mundo anglosajón, también ha
comenzado a ser parte de los debates en torno a un sistema que recién se
inicia en varias jurisdicciones argentinas.
Cecil Thomas reconoce la preocupación en Inglaterra y Gales por que
los jurados reflejen adecuadamente la diversidad de la población y que las
minorías no se encuentren subrepresentadas. Sin embargo, refiere también que existe escasa comprobación empírica de que hoy los veredictos
se vean desviados por la composición del jurado y que esa preocupación
reflejaría más la desconfianza de las minorías étnicas en el sistema de justicia criminal que provocan reclamos que por una no comprobada parcialidad racial por parte de los jurados (171).
En cuanto a los EEUU, Valerie Hans señala que la jurisprudencia de la
Corte estadounidense ha puesto énfasis en lograr que el jurado sea representativo de integrantes provenientes de distintos entornos, perspectivas
y experiencias de vida participando en igualdad de condiciones en la deliberación. Refiere, sin embargo, que se ha idealizado un procedimiento
igualitario cuando en la práctica la toma de decisión se ve sesgada por la
disparidad del status social de los jurados. Menciona la autora que, más
allá de la conformación, es posible que algunos dominen la deliberación
y restrinjan la injerencia de los demás, de manera tal que la dinámica de
los pequeños grupos puede resentir lo que se supone es una deliberación
de iguales. Cita diversos estudios que no sólo analizan la conformación
del jurado sino el grado de participación que le cabe a los integrantes, la
mayor incidencia de los hombres sobre las mujeres, de quienes tienen un
más alto nivel de educación o mayor ingreso, o la posibilidad de que la
pertenencia racial refleje una participación más relegada en la discusión, el
modo en que incide la intersección de edad, género, raza, etnia y clase (82).
En la Argentina la experiencia de jurados es muy reciente. A pesar
de que en el texto constitucional la previsión del sistema aparece de
manera expresa en tres oportunidades desde 1853 (los actuales arts. 24
–el Congreso promoverá el establecimiento del juicio por jurados–, 75
inc. 12 –el Congreso debe dictar las leyes que requiera el establecimiento
del juicio por jurados– y 118 –todos los juicios criminales se terminarán
por jurados–), ha sido recién en este siglo que algunas provincias lo han
incorporado a su forma de juzgamiento. La previsión del jurado estuvo incluso antes en las constituciones y proyectos de 1812, 1813, 1819 y 1826
y solo fue suprimida en la Constitución de 1949.
Vigente hoy en Buenos Aires y Neuquén en su forma clásica, se encuentra pendiente de implementación en Chaco y Río Negro. En Córdoba
funciona bajo la forma escabinada, es decir, una mixtura de jueces profesionales con integrantes surgidos de sorteos entre la población. En sintonía con lo que menciona Hans, se cuestiona en Córdoba la tendencia del
ciudadano común a seguir el criterio del juez que también conforma el
jurado por ser éste quien aparece como especialista en la cuestión.
La jurisprudencia, escasa en función de nuestra corta experiencia, ha
coincidido en la fuerte impronta de participación popular en la toma de
decisiones y ha puesto el acento en la dimensión política de esta forma de
resolver un conflicto penal. Entre las notas procesales más relevantes se
encuentra la previsión de la imposibilidad de impugnar una absolución
dictada por el jurado, en función de que éste representa a la comunidad de
manera directa y su decisión, por ende, es soberana. No debieran ser luego
instancias “superiores” conformadas por miembros de la burocracia estatal quienes pudieran resolver que esa representación plural del pueblo se
ha equivocado.16
Las reglas para la conformación de los jurados que hoy funcionan en
nuestro país establecen requisitos básicos para proveer de un piso mínimo (argentino/a, mayor de 21 años, saber leer y escribir, etc.). El código
neuquino prevé expresamente lo que se denomina su integración plural: el
jurado debe estar constituido por hombres y mujeres en partes iguales y
se tratará que, como mínimo, la mitad del jurado pertenezca al mismo entorno social y cultural del imputado, que haya personas mayores, adultas
y jóvenes en función de la imparcialidad que se pretende del grupo que
lo integran.
No es un caleidoscopio seductor de grupos étnicos o religiosos, como
en el relato de Borges. Es una representación equitativa de la propia comunidad quien decide la condena o absolución de aquella persona a quien
se le imputa la comisión de un hecho intolerable para la vida social. En el jurado la individualidad de sus integrantes se diluye. En el sistema de jurados de Brasil, por ejemplo, para juzgar homicidios dolosos se utiliza un
tipo de jurado que tiene vedada la deliberación. Cada participante vota de
manera secreta depositando un “sí” o un “no” en una urna y el recuento
de votos se detiene en el momento en que se arriba a la mayoría requerida.
El sistema asegura que no se pueda identificar quién votó en qué sentido.
El anonimato vuelve a ser una forma en la que el colectivo, como sucede
en el juicio a Glencairn, toma una decisión irrecurrible y sin necesidad de
dar otra explicación que la de que es la comunidad representada quien ha
pronunciado la última palabra.
4. Scherezade, el viejo en el umbral y el arte de alegar
El nombre del cuento es el de quien, contándole una historia, capta la atención de Dewey. Demorado en escuchar lo que cree es un hecho del pasado,
éste no advierte que la persona que viene a salvar está siendo ejecutada a
pocos metros de allí. Borges refiere que “tiene un antiguo y simple sabor”
a Las Mil y una Noches. Scherezade, es sabido, cuenta historias para demorar su propia ejecución. Aquí, el relato distrae para que la ejecución sea llevada a cabo.17 Del mismo modo que en “El milagro secreto”, un relato suspende la realidad: de manera fantástica en el caso del poeta judío fusilado
por los nazis; de una manera “estratégica” en el cuento que aquí se analiza.
El personaje del relato narra aquello que ocurre y narrándolo le da
existencia. Relato y verdad son lo mismo y si no lo son, se entrecruzan.
También en “Tema del traidor y del héroe”, la ejecución del personaje repite un texto, la historia de Julio César de Shakespeare. Aquí la ejecución de
Glencairn replica la narración del viejo en el umbral. El relato que pretende
ser una fábula a partir de la cual conocer lo que ocurre; es la matriz en la cual se espejan los acontecimientos. “Que la historia hubiera copiado a la
historia ya era suficientemente pasmoso; que la historia copie a la literatura es inconcebible” (OC 1: 497), se lee en “Tema…”. Si Dewey se hubiera
dado cuenta, la narración quizás se habría interrumpido y tal vez, también,
la ejecución. No lo advirtió y el relato fue parte hacedora de la muerte del
tirano.
El nombre del cuento permite llevar el eje a quien relata ese aparente
hecho pasado (refiriéndose a él, se lee: “Diré como era, porque es parte
esencial de la historia”). Fuera de ese núcleo, el relato presenta cierto halo
de evanescencia. El nombre del juez ha sido inventado y el lugar donde
ocurrieron no tiene importancia. Se nos dice que fue un tirano que sojuzgó al pueblo, pero también que, extrañamente, los diarios ni siquiera
comentaron ni registraron su desaparición. Su nombre es un invento. Los
errores de Dewey, primero en una cita de un poeta latino y después, al confundir lo que sucede en el juicio, pueden ser leídos en el mismo sentido.
Borges narrador es para nosotros, lectores, el hombre en el umbral.
En una suerte de cajas chinas el personaje Borges cuenta la historia que
Dewey le contó antes, sobre aquella historia que a su vez le contó el viejo
del umbral. Los narradores se confunden: es Borges y no el viejo del relato
de Dewey quien en los primeros párrafos dice, con relación a la verdad de
lo que cuenta, “líbreme Alá de la tentación de añadir”. Ya está siendo el
hombre del umbral de esa ciudad perdida en la India.
Uno de los nombres inventados para el sanguinario juez es David. En
la Biblia, el profeta Natán le relata al rey la historia de un hombre que provoca la muerte de otro, sin que el David se dé cuenta hasta el final de que
se trataba de él mismo. Es el procedimiento, que de algún modo se plasma
en el cuento aquí analizado, se corresponde con la cita latina, de te fabula
narratur (es tu historia la que se narra).18
En Las mil y una noches Scherezade, como si se tratara de un alegato diario, le cuenta al sultán una historia cada noche y así, manteniendo su atención, salva su vida. La “estrategia Scherezade” es aquella que se centra en
contar un buen relato, antes que en proveer a quien escucha de argumentaciones o datos destinados a probar un hecho o a dar razones en favor de
la propia posición (Rodríguez Álvarez 228). En un proceso penal oral (ante
un jurado, por ejemplo), saber o no saber contar una historia puede significar ganar o perder un juicio. Cuentan las habilidades como narrador, las
competencias comunicativas o las cualidades para modificar un discurso
en la medida que se percibe en la audiencia oral posibles variantes que
llevarían a inclinar una decisión hacia uno u otro lado. Lo que el litigante
diga puede retrasar la ejecución de una pena, anularla o hacerla posible. Es
la escena clásica de los films de juicio en las que el condenado a muerte
aguarda la temporánea intervención de un testigo de descargo traído por
su abogado salvador, o aquélla en la que el alegato final convence a todos
de lo que parecía imposible. Relatos que modifiquen el curso de la historia.
En los juicios no triunfa necesariamente quien tiene la razón sino
quien mejor expresa la suya, y los estudios sobre litigación dedican parte
de sus análisis a los contenidos y formas de acusar y defender, las estrategias discursivas, la formas de contar un hecho, las condiciones de las
narrativas del fiscal y de la defensa (Taranilla 3-24). A ésta le basta con destruir la credibilidad de la narración del acusador, aun cuando no construya
una propia. El juicio se cierra cuando quien decide pronuncia una sentencia. Aquello que el juez dice se transforma en hechos. Éste es el valor prescriptivo del decir judicial: cuando los sistemas funcionan regularmente, lo
que los jueces disponen es lo que ocurre; sus decisiones se ejecutan.
También el imputado integra este entramado de voces que pugnan
por convertirse en la historia a la que el derecho asigna valor de verdad.
Antiguamente se buscaba su confesión, “la reina de las pruebas”, que llevaba a fácilmente a la condena. Hoy los jueces tienen la obligación de escucharlo antes de decidir. Una vez finalizados los alegatos, la ley impone
que el tribunal le dé la palabra al acusado. La Corte Suprema de la Nación
Argentina ha sostenido en diversos fallos el valor esencial de que el Juez o
Tribunal escuche y tenga contacto personal con el imputado antes de dictar sentencia. No es válido condenar sin haberlo escuchado antes.19 Cada
imputado es Scherezade a quien se le concede la palabra; no antes de una ejecución que el sultán ya decidió, si no antes de una sentencia que aún
no ha sido dictada.
5. Final
La historia de “El hombre en el umbral” puede situarse en la India o en
cualquier otro sitio, incluso en el Río de la Plata. Es, al menos desde perspectivas normativas, el relato de la condena a un tirano, de las alternativas
con las que dar respuesta a un orden violento, de la mirada del colonizado
respecto de un discurso que le es ajeno y hostil. Es también la puesta en
duda de una justicia en abstracto, pero a su vez, la reflexión acerca de las
herramientas con las que cuenta una comunidad para intervenir, gestionar o neutralizar sus conflictos. Siempre pensado en clave normativa, puede ser leído también como un modo de pensar el poder de la palabra y las
funciones del narrar en los procesos judiciales.
Leonardo Pitlevnik
Facultad de Derecho, Universidad de Buenos Aires ….sigue

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Pitlevnik El hombre en el umbral Como y porqué juzgamos

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