Si bien aprobada a principios del ‘97, con la generalizada aceptación de la Legislatura, la reforma procesal penal bonaerense —ley 11.922— se puso en funcionamiento el día 28 de septiembre de 1998.
Le cupo un rol fundamental a la por entonces subsecretaria de Justicia, María del Carmen Falbo, tanto en el impulso, planificación y armado de los equipos técnicos que materializaron la iniciativa oficial, como en la siempre ardua tarea de implementación y puesta a punto que tenía, de manera perentoria, dos grandes cuestiones problemáticas: i) ante todo, establecer cómo proseguiría el trámite procesal de millones de causas pendientes de resolución, muchas de ellas de enorme trascendencia social y política —baste con recordar el resonante “Caso Cabezas” para comprender la importancia capital de este asunto— y ii) sentar las bases para la correcta implementación del nuevo sistema de enjuiciamiento, que había sido instituido, básicamente, para adecuar la normativa provincial a la matriz acusatoria constitucional, aun cuando no reglamentaba el juicio por jurados, una asignatura que recién fue saldada a fines de 2013, con la sanción de la ley 14.543.
En primer lugar, con respecto al inmenso cúmulo de las causas irresueltas, iniciadas con el régimen anterior, se diseñó un sistema de transición por el cual las disposiciones del código derogado —salvo excepciones— seguirían aplicándose a los procesos iniciados durante su vigencia, con lo cual la reforma no comenzó con el pesado lastre de todas las causas preexistentes.
En segundo término, para la efectiva operatividad de la reforma se sancionaron dos normas que, aunque complementarias del CPP, resultaron cruciales; a saber: i) la ley de transformación de juzgados del viejo al nuevo sistema, que no sólo precisó la cantidad de órganos jurisdiccionales que la puesta en marcha requería en cada departamento judicial, sino también la progresiva creación de otros, en función de las siempre crecientes demandas que debería absorber el sistema de enjuiciamiento penal; y ii) la ley del Ministerio Público, a todas luces indispensable para establecer los principios organizacionales y las reglas de actuación de un sector que adquiriría, con la inminente reforma, un gran protagonismo, puesto que como buen modelo acusatorio que aspiraba ser, prescribía que el ejercicio de la acción penal pública estaría a cargo de los fiscales, atribuyéndoles, asimismo, la instrucción formal, bajo el control de los jueces de garantías, y sin perder de vista, por supuesto, su gravitante papel de parte actora o demandante en la realización de los juicios penales, con legitimación activa para recurrir de la sentencia definitiva, en los casos prefijados por la ley.
Sin embargo, durante su veinteañera existencia el Código Procesal Penal de la Provincia de Buenos Aires se ha ido convertido en una compilación disonante de normas de distinto signo, en constante trance de reforma, es decir, objeto frecuente de remiendos emergenciales, las más de las veces, desprovistos de toda idea de sistematicidad y congruencia con la matriz reformista del ’98.
Por último, al margen de los aspectos estructurales, relativos al diseño normativo, en un somero balance de cuestiones operativas, es necesario puntualizar —como atributos positivos, aunque sólo a título de ejemplos— los siguientes: i) contacto inmediato de la autoridad judicial con el detenido y de éste con su defensor; ii) revisión próxima y control periódico de las medidas de coerción; iii) introducción de criterios de oportunidad e instancias de mediación penal en la actuación del Ministerio Fiscal; iv) implementación efectiva y con resultados auspiciosos de los juicios por jurados; v) judicialización plena de la etapa de ejecución penal; y vi) debate corriente y control jurisdiccional sobre la aplicación de medidas de seguridad. De reverso, es factible señalar —también con carácter ejemplificativo— varios puntos sombríos; a saber: i) ausencia de una persecución penal estratégica, o sea, de una conducción inteligente de la actividad investigativa; ii) innecesaria escrituración de actos procesales, desvirtuando la concisión que debería tener la instrucción preparatoria, a menudo convertida en un fárrago de papeles insustanciales; iii) sostenimiento de la delegación de facultades investigativas en la policía de seguridad, en defecto de una policía judicial que garantice la cabal autonomía del Ministerio Fiscal; iv) inexistencia de protocolos de actuación, incluso en los delitos de inusitada gravedad, sin perjuicio de la escasez de recursos profesionales no jurídicos (es decir, psicólogos, psiquiatras, médicos forenses, trabajadores sociales, etc.); v) deficitario contacto, protección y reparación de las víctimas; vi) uso excesivo de la prisión cautelar, provocando proliferación de presos sin condena; y vii) utilización generalizada y ampliamente mayoritaria de los mecanismos de simplificación procesal, donde se prescinde del juicio oral, público y contradictorio, o sea, produciendo exuberante cantidad de condenados sin juicio.
En síntesis, a 20 años de la reforma procesal penal bonaerense es mucho lo que se pudo avanzar, respecto del modelo precedente que tuvo una vigencia octogenaria, pero las contramarchas sobrevinientes no sólo desdibujaron el arquetipo originario, sino que nos dejan un saldo marcadamente insatisfactorio. Si mucho se hizo, mucho más queda por hacer.