MASTER INTERNACIONAL SOBRE CRIMINOLOGIA Y SOCIOLOGIA JURIDICO-PENAL La prisionización bonaerense (1998-2013) Ricardo S. Favarotto

descarga
Tesina de investigación que tuvo la tutoría del Dr. Jorge L. Rodríguez y que fue aprobaba con nota distinguida (9), para obtener la titulación de la maestría por la Universidad de Barcelona, el 28 de noviembre de 2014.
PRISIONIZACION BONAERENSE (1998-2013)
 
MASTER INTERNACIONAL SOBRE CRIMINOLOGIA Y SOCIOLOGIA JURIDICO-PENAL
La prisionización bonaerense
(1998-2013)
Ricardo S. Favarotto
Tesina de investigación que tuvo la tutoría del Dr. Jorge L. Rodríguez y que fue aprobaba con nota distinguida (9), para obtener la titulación de la maestría por la Universidad de Barcelona, el 28 de noviembre de 2014.
 
ÍNDICE
Abstract (p. 5)
1. Planteamiento e interrogantes (p. 6)
2. La reforma procesal del ’98 (p. 13)
3. La influencia neopunitivista y la criminología mediática (p. 14)
4. Hay que meter bala a los ladrones (p. 22)
5. Las secuelas neopunitivistas (primera parte) (p. 31)
6. Las secuelas neopunitivistas (segunda parte) (p. 38)
7. Blumbergstrafrecht (p. 40)
8. El fallo “Verbitsky” (o cuando la Corte Federal dijo basta) (p. 50) 9. Nuevas expresiones punitivistas (p. 61)
10. Corsi e ricorsi (p. 69)
11. ¿Y el Poder Judicial, qué? (p. 78)
11.1. Planteamiento general (p. 78)
11.2. La opinión de los jueces (y de otros operadores jurídicos) (p. 80) 11.2.1. Los claroscuros de la reforma acusatoria del ’98, en particular, en materia de prisionización preventiva (p. 82)
11.2.2. La graduación de las causas que incidieron en el aumento de la prisionización (p. 85)
11.2.2.1. Las contra-reformas (p. 85)
11.2.2.2. El hostigamiento mediático y la persecución política a la magistratura penal (p. 86)
11.2.2.3. El aumento de la criminalidad y de la conflictividad Social (p. 89)
11.2.2.4. El procedimiento de flagrancia (p. 91)
11.2.2.5. El incumplimiento del Poder Judicial de su función limitadora del “ius puniendi” (p. 93)
11.2.2.6. Las fallas en la prevención del delito y el fracaso de la resocialización penitenciaria y post-penitenciaria (p. 94)
11.2.2.7. La desfederalización de delitos de estupefacientes (p. 97)
11.2.2.8. El incremento en el consumo de sustancias psicoactivas (drogas, alcohol, etc.) (p. 98) 4
11.2.3. La influencia de la “criminología mediática” en las decisiones político-criminales y en los resolutorios judiciales (p. 98)
11.2.4. Qué se hizo y qué más se podría haber hecho para neutralizar los excesos de las normas limitativas del derecho excarcelatorio (p. 104)
11.2.5. Qué se debería hacer para el control efectivo de la situación penitenciaria y la reducción de la violencia institucional (p. 108)
11.3. Evaluación personal: ¿hay jueces en Berlín? (p. 114)
12. Conclusiones (p. 119)
13. Referencias bibliográficas (p. 121)
14. Anexos documentales (p. 129)
14.1. La situación carcelaria, a fines de 2013 (p. 129)
14.1.1. Los datos oficiales del Servicio Penitenciario Bonaerense (p. 129)
14.1.2. Los últimos datos de la Comisión Provincial por la Memoria (p. 132)
14.1.3. Los datos complementarios de la Subsecretaría de Política Criminal (p. 132)
14.2. Las encuestas. Aclaraciones necesarias (p. 133)
 
Abstract
En los últimos quince años se duplicó la población carcelaria provincial, a pesar de haber adoptado un sistema procesal acusatorio, de orientación garantista, que en su versión originaria preveía —en forma casi incondicionada— que el imputado permanecerá en libertad durante la sustanciación del proceso penal (art. 144, ley 11.922). Por otra parte, si bien la cantidad de presos alojados en comisarías se redujo sustancialmente desde mediados del 2005 a la fecha (o sea, a partir del fallo “Verbitsky” de la Corte Suprema de Justicia de la Nación), y si bien se registra un ligera —aunque progresiva— disminución del número de procesados (presos sin condena), aun hoy supera la cuantía de los penados, que en su mayoría fueron sentenciados mediante procesos abreviados que prescinden de las garantías del juicio común (condenados sin juicio).
En este trabajo se analizan las particularidades que rodearon al punitivismo bonaerense entre 1998 y 2013, describiendo y desarrollando los principales acontecimientos políticos e institucionales, en el pasado reciente, que se vinculan centralmente con este significativo avance del poder penal, azuzado por la criminología mediática. En especial, se investigan sus causas mediatas e inmediatas, se las relaciona entre sí y se establecen ciertas jerarquías entre las que ejercieron mayor relevancia.
Por último, se examina la actuación que le cupo al Poder Judicial, a través de los jueces del fuero penal, ante las sucesivas reformas limitativas del derecho excarcelatorio, además de conocer qué se hizo con el objeto de menguar el impacto de los fenómenos asociados a la prisionización acelerada, en términos de violencia institucional y en una estrategia de reducción de daños.
1. Planteamiento e interrogantes
La completa caducidad cultural y jurídica del código procesal penal de Tomás Jofré (ley 3.589), no obstante el importante avance que había significado para la época de su aprobación (1915), quedó ostensiblemente al descubierto tras la renovación constitucional de 1994. Se imponían cambios profundos en el enjuiciamiento bonaerense que aseguraran de modo categórico los derechos y garantías judiciales contenidos en los constitucionalizados pactos multilaterales de derechos humanos1, en especial, cuando realzan la imparcialidad del órgano juzgador (CN, 75, nº 22: DADyDH, art. XXVI “in fine”; DUDH, art. 10; CADH, art. 8, nº 1; PIDCyP art. 14, nº 1; ídem CPBA, 11).
1 Con el restablecimiento de la democracia en la Argentina, por sólo citar los dos más significativos, se aprobaron la Convención Americana de Derechos Humanos (CADH), mediante ley 23.054 (B.O. 27-3-1984), y el Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos (PIDCyP), a través de la ley 23.313 (B.O. 13-5-1986). Años después formaron parte del bloque de constitucionalidad federal (art. 75 nº 22).
En efecto, después de las reformas constitucionales del ’94, tanto nacional, como local, se hizo aún más evidente la imperiosa necesidad de adecuar la vetusta legislación procesal bonaerense a los nuevos estándares de derechos humanos, por lo que invocando la necesidad de una transformación integral y profunda del sistema de enjuiciamiento penal, se preparó el Proyecto del Código Procesal Penal que al tiempo se convirtió en la ley 11.922 (B.O. 23-1-1997), reformulada antes de su puesta en marcha por la 12.059 (B.O. 8 y 9-1-1998).
En la nota de elevación al ministro de Gobierno y Justicia de la provincia de Buenos Aires (en rigor, una circunstanciada exposición de motivos) se hizo constar que: “El proyecto propone como alternativa superadora, el método oral generalizado para todas las causas (…), reemplazando el anterior sistema por uno más francamente acusatorio. La oralidad plena, ya adoptada por los anteriores proyectos de reforma, es el método que mejor se compadece con la máxima aproximación a la verdad procesal, determinada por la inmediación del juzgador; y la publicidad de los debates responde al principio republicano de gobierno, admitiendo a la ciudadanía como protagonista y observadora crítica, en el ejercicio del control
1 Con el restablecimiento de la democracia en la Argentina, por sólo citar los dos más significativos, se aprobaron la Convención Americana de Derechos Humanos (CADH), mediante ley 23.054 (B.O. 27-3-1984), y el Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos (PIDCyP), a través de la ley 23.313 (B.O. 13-5-1986). Años después formaron parte del bloque de constitucionalidad federal (art. 75 nº 22).
de la conducta y la solvencia funcional de los organismos judiciales. El sistema acusatorio (…) coloca a la acusación y a la defensa en paridad de situaciones en el proceso. Este método, tanto en su proyección histórica cuanto en el derecho comparado actual, es el que sin duda más se consustancia con las instituciones democráticas y es el que con mayor eficacia permite obtener la decisión justa del caso penal, privilegiando la función estrictamente jurisdiccional del juzgador y preservando su imparcialidad”2.
Sin embargo, habremos de preguntarnos —y ofreceremos algunas respuestas a lo largo de este ensayo— qué fue lo que pasó en nuestra provincia durante los últimos quince años, que nos permita entender los porqués a pesar de contar con un modelo procesal obsoleto (sancionado en la segunda década del siglo veinte, que perduró casi hasta el final de la centuria sin demasiadas modificaciones3), en 1996 teníamos una cantidad de personas detenidas bastante menor a la mitad de la que tenemos en la actualidad4, no obstante que, paradójicamente, desde la sanción del nuevo código se adoptó un sistema acusatorio “en sintonía con la línea político-criminal democrática que marcan las recientes reformas procesales penales de países de notoria influencia en nuestra cultura jurídica”.5 Un código, nos referimos a este último, donde se prescribía que el imputado permanecerá en libertad durante la sustanciación del proceso6, salvo que fuera absolutamente indispensable (detenerlo) para asegurar la averiguación de la verdad, el desarrollo del procedimiento y la aplicación de la ley (art. 144).
2 Pedro J. Bertolino lo transcribe en forma íntegra por Bertolino 2001: XLIII y XLIV.
3 El Código Jofré de 1915 recién tuvo una reforma verdaderamente sustancial con la reinstalación democrática del ‘83, al sancionarse la ley 10.358 (B.O. 3-3-1986), donde se recortaron las facultades policiales, por ej., con la expresa prohibición de que la policía le reciba la declaración indagatoria al imputado (art. 446 nº 5, renumerado como 434 nº 5 por el decreto 1.174 del 18-4-86), práctica que dio lugar a tantos abusos y apremios ilegales, en especial, durante la dictadura. Asimismo se hicieron otras variaciones normativas en el procedimiento penal, aggiornándolo, aunque sin alterar demasiado la estructura de la matriz jofriana que, en esencia, infringía el principio de imparcialidad del juzgador, pues el juez que instruía el sumario y el sentenciante eran una misma persona.
4 12.619 detenidos, en todo concepto, había en 1996 (Fuente CELS, en base a información del SPB y del Ministerio de Seguridad), contra los 28.156 internos en dependencias penitenciarias (Fuente SPB, ver anexo documental) a fines de 2013, sin perjuicio de los 1.781 detenidos alojados en comisarías (Fuente, Ministerio de Justicia, ver anexo documental).
5 Bertolino 2001: XLIV.
6 Al decir de Chiara Díaz, uno de los más notables proyectistas, “creemos que la regla para todos los delitos debiera ser la libertad del imputado”, sin desmedro de la posibilidad de complementarla con el juzgamiento “in absentia” (Chiara Díaz 1997: 41).
Dicho de otra manera: en la provincia de Buenos Aires se abandonó el proceso escrito que tramitaba, con pocas salvedades, ante el propio órgano jurisdiccional, tanto en la etapa de instrucción sumarial (como regla, delegada por los jueces en la policía), cuanto durante el plenario que precedía al dictado de la sentencia de primera instancia, revisable por medio del recurso de apelación ante un tribunal colegiado, pero donde las medidas de coerción personal no revestían el carácter excepcional que debe informarlas. En su lugar, se instituyó una estructura y modalidad acusatoria donde la investigación preparatoria se halla a cargo del Ministerio Público Fiscal, cuya labor es controlada por jueces de garantías (y las decisiones de éstos son impugnables ante las cámaras respectivas), para arribar —en caso de prosperar la pretensión del acusador público o privado— a la fase de juicio oral, público, contradictorio, continuo y con identidad física del juzgador, que constituye la etapa central y decisiva del procedimiento, dado el carácter totalizador de la audiencia donde se practican las pruebas de las partes, con el debido aseguramiento del principio de igualdad de armas, y donde se esgrimen las tesis en conflicto de los litigantes. Y a pesar de ese “hito histórico en la organización y funcionamiento de la Administración de Justicia bonaerense, implantando un cambio estructural y cultural sin precedentes”7, ahora, tanto o más que antes se puede verificar un uso excesivo e ilegítimo de la prisión preventiva (contraviniendo los cánones iushumanitrarios recogidos en el texto constitucional del ’94), y lo que es peor todavía un grado de hacinamiento penitenciario en un territorio donde, en el mismo período, se han construido más cárceles que en ningún otro lapso similar de su historia, llegando a la cantidad de 54 unidades penales provinciales (de las cuales 31 comenzaron a funcionar después de la entrada en vigencia de la reforma procesal), tal como se documenta en el anexo respectivo.8
Entonces, será preciso conocer porqué razones al tiempo de la elevación del Proyecto se hacía especial hincapié en la superpoblación penitenciaria existente por entonces (reiteramos, en 1996), con un alarmante 60% de “presos sin condena”, y en el presente esa cifra no ha variado en absoluto (56% de los internos del SPB, al 25-10-2013)9, pero en el ínterin llegó a niveles intolerablemente altos, por encima del 80 y 85 % entre los años 2000 y 2004.
Por lo tanto, algo pasó en esta provincia en términos de prisionización para que, partiendo de la inquietante realidad carcelaria del ’96, y pese al formidable cambio legislativo producido, el nuevo enjuiciamiento penal, autodefinido como “garantista”10, como proceso humanitario, haya dejado un saldo tan decepcionante.
A estas alturas del exordio, dos acotaciones devienen necesarias; a saber:
Primera. A propósito del sustantivo utilizado en el título de este trabajo, Roberto Bergalli nos recuerda que fue Donald Clemmer quien acuñó el término “prisionization” en su obra The Prison Community (New York, 1940), que luego “se internacionalizó en el lenguaje científico por compendiar en su expresión todas las alternativas que el referido proceso envuelve”.11 A su vez, Iñaki Rivera Beiras destaca que fue Bergalli quien introdujo ese concepto en España, señalando que “junto a la “nueva socialización” o “resocialización” que de la prisión se pretende, se produce también un “proceso de socialización negativa”…”12, pues durante el tiempo de encierro el recluso internaliza los valores y normas de la institución penitenciaria que le asignan una nueva identidad. Una identidad coercitivamente impuesta por la disciplina y el tratamiento penitenciario13, ya sea inconscientemente adquirida o de mala gana aceptada para sobrellevar las violencias institucionales y/o las condiciones propias del hábitat en la sociedad carcelaria.14
En particular alusión a las consecuencias negativas del encierro, apunta Josep María Garcia-Borés Espí que “un contexto carcelario que se aleja radicalmente de las condiciones en libertad, provocando pues una lógica desadaptación a esas condiciones. Y en efecto, el contexto carcelario desarrolla una acción progresiva sobre los internados en dirección opuesta a la pretendida por aquella finalidad legislativa. Pero no sólo eso, sino que la experiencia del encarcelamiento no puede sino producir una fuerte afectación psicológica, caracterizada por un sufrimiento constante, sobre las personas encerradas las veinticuatro horas del día durante largos periodos de tiempo”.15 Asimismo, corresponde decir que la cárcel es una institución total por antonomasia porque, según la consabida definición de Erving Goffman, se trata de “un lugar de residencia o trabajo, donde un gran número de individuos en igual situación, aislados de la sociedad por un periodo apreciable de tiempo, comparten en su encierro una rutina diaria, administrada formalmente”.16
Por ende, así conceptuada, la prisionización no es sólo el encarcelamiento y la segregación (recluir y separar al internado), sino también la desculturación que le es inherente, es decir, el resultado de un proceso por el cual el sujeto progresivamente adquiere una nueva cultura a expensas de la propia: la cultura del encierro. Es difícil imaginar aquellos sin esta última, porque el confinamiento en una institución total como la cárcel, tanto más si es extenso, denota desculturación.17
En palabras de Rivera Beiras: “Autores como Donald Clemmer (1958) y Erving Goffman (1970) hacía ya tiempo que habían comenzado a desvelar crudamente los efectos de la privación de libertad y en especial, de las terapias a las que eran sometidos los internados. Acuñaron así —sobre todo el primero— el concepto de prisionización, que desmontó definitivamente la supuesta pretensión de cientificidad del tratamiento penitenciario”.18
Segunda. Como punto de partida en el análisis de la involución bonaerense, que mutó del paradigma garantístico hacia un modelo punitivista y represivo, habrá que tener en cuenta que, según Nils Christie, “los sistemas penales son indicadores del tipo de sociedad en que se vive. Los cambios en los sistemas penales se relacionan con los cambios dentro de una sociedad determinada”.19 Además, conforme explica Bergalli, “la organización jurídica de la sociedad depende de cómo los miembros de ésta se ubican o resultan ubicados en distintas posiciones, según la participación que se les asigna o conquistan en el proceso de producción de bienes y en la forma de adquisición de riqueza. Vale decir, que el derecho moderno también tiene la tarea de consolidar la división de la sociedad en clases. Instituciones sociales como la familia, el patrimonio, la propiedad, la transmisión hereditaria, etc., se constituyen en los vehículos de semejante consolidación. En este sentido también los bienes jurídicos que se dicen protegidos por el derecho penal son, asimismo, las representaciones sociales de la ubicación de clase de sus poseedores”.20
Luego, en una sociedad que —bajo el influjo condicionante del incisivo discurso mediático, a través de continuas campañas de ley y orden— hace de las demandas de seguridad el principal tema de interés general, orientando las políticas públicas en la materia21, no debería sorprender que en la consabida tensión entre eficacia y garantías del sistema penal se produzca una fuerte inclinación en favor de la primera y, por lógica, en detrimento de las segundas. Así, queda latente la sombría presunción que en la disyuntiva entre que ningún delito grave quede impune, aun al precio de que se condenen a algunos inocentes o, inversamente, que se respeten a rajatablas las garantías jurídicas, aun al costo de que algunos delitos graves queden impunes, la sociedad pueda decidirse por aquella opción. O sea, en las antípodas del deber ser que Luigi Ferrajoli desarrolla en forma elocuente: “Un sistema penal está justificado si y sólo si minimiza la violencia arbitraria de la sociedad, y alcanza dicho fin en la medida en que satisfaga las garantías penales y procesales del derecho penal mínimo. Estas garantías se configuran por consiguiente como otras tantas condiciones de justificación del derecho penal, en el sentido de que sólo su realización sirve para satisfacer sus fines justificadores”.22
En definitiva, a lo largo de este trabajo pretendemos explicar cómo y porqué se produjo la regresión aludida y cuánto tuvo que ver en este resultado no sólo una dirigencia política que —en muchos casos— exacerbó el punitivismo, sino también una magistratura que —también en muchos casos— no estuvo a la altura de las circunstancias.
2. La reforma procesal del ‘98
Si bien aprobada a principios del ‘97, con la generalizada aceptación de la Legislatura, la reforma procesal penal bonaerense se puso en funcionamiento el día 28 de septiembre de 1998.
Le cupo un rol fundamental a la por entonces subsecretaria de Justicia, María del Carmen Falbo (hoy Procuradora General de la Suprema Corte de Justicia de Bs. As.), tanto en el impulso, planificación y armado de los equipos técnicos que materializaron la iniciativa oficial, como en la siempre ardua tarea de implementación y puesta a punto que tenía, de manera perentoria, dos grandes cuestiones problemáticas: i) ante todo, establecer cómo proseguiría el trámite procesal de millones de causas pendientes de resolución, muchas de ellas de enorme trascendencia social y política —baste con recordar el resonante “Caso Cabezas” para comprender la importancia capital de este asunto— y ii) sentar las bases para la correcta implementación del nuevo sistema de enjuiciamiento, que había sido instituido, básicamente, para adecuar la normativa provincial a la matriz acusatoria constitucional, aun cuando no reglamentaba el juicio por jurados, una asignatura que recién comienza a saldarse con la sanción de la ley 14.543 (B.O. 20-11-2013).
En primer lugar, con respecto al inmenso cúmulo de las causas irresueltas, iniciadas con el régimen anterior, la activa funcionaria duhaldista pudo salir airosa gracias al valioso asesoramiento y asistencia de un calificado grupo de expertos, comprometidos con el proceso de cambio (entre los que cabe destacar a Alberto Binder), quienes diseñaron un sistema de transición por el cual las disposiciones del código derogado —salvo excepciones, previstas en el segmento final de la ley 11.922— seguirían aplicándose a los procesos iniciados durante su vigencia, con lo cual la reforma no debería comenzar con el pesado lastre de todas las causas preexistentes.
En segundo término, para la efectiva operatividad de la reforma se sancionaron dos normas que, aunque complementarias del CPP, resultaron cruciales; a saber: i) la ley de transformación de juzgados del viejo al nuevo sistema (ley 12.060), que no sólo precisó la cantidad de órganos jurisdiccionales que la puesta en marcha requería en cada departamento judicial, sino también la progresiva creación de otros, en función de las siempre crecientes demandas que debería absorber el sistema de enjuiciamiento penal; y ii) la ley del Ministerio Público (12.061), a todas luces indispensable para establecer los principios organizacionales y las reglas de actuación de un sector que adquiriría, con la inminente reforma, un gran protagonismo, puesto que como buen modelo acusatorio que era, prescribía que el ejercicio de la acción penal pública estaría exclusivamente a cargo de los fiscales (art. 6), atribuyéndoles, asimismo, la instrucción formal (art. 267), bajo el control de los jueces de garantías (art. 23), y sin perder de vista, por supuesto, su gravitante papel de parte actora o demandante en la realización de los juicios penales (arts. 338, 347 y 359, entre otros), con legitimación activa para recurrir de la sentencia definitiva, en los casos prefijados por la ley (art. 452).
Naturalmente que las dificultades de todo orden fueron poniendo a prueba el temple y la capacidad de gestión de Falbo, quien supo sobrellevarlas no sólo con la ayuda económica que la provincia recibía del Estado Federal, sino también por su tenacidad en la consecución de los objetivos trazados: por un lado, la modernización del sistema judicial penal del primer estado argentino (fin explícito); por el otro, mejorar la imagen presidenciable del gobernador bonaerense (fin implícito), aspecto sobre el que nos explayaremos en el capítulo siguiente.
Eso sí, hubo que hacer varias postergaciones, pues del 1º de marzo (art. 537, ley 11.922; fecha ratificada por la ley 12.059), se pasó al 1º de julio (ley 12.085; B.O. 27-2-1998), y después al 1º de octubre (ley 12.119; B.O. 1-7-1998), siempre de 1998, hasta que finalmente se efectivizó, como quedara dicho, el lunes 28 de septiembre del ’98
 
3. La influencia neopunitivista y la criminología mediática
La noticia policial, así como el relato periodístico que la enmarca, parten de la existencia de un cierto suceso delictivo, al que con frecuencia se le asigna una indebida generalización y (muchas veces, hasta) una prematura e improbada causa.
Los medios se presentan a sí mismos como meros transmisores de noticias que reflejan objetivamente los hechos, tal como ocurren. Sin embargo, suelen construir sus relatos a partir de una premisa falsa o, cuanto menos, poco fiable, esgrimiendo el principio de que los hechos son sagrados y la interpretación es libre. En efecto, los mass media proclaman una neutralidad ilusoria, porque la asepsia ideológica no existe: los hechos no sólo no revisten —en materia informativa— la sacralidad que les atribuyen, sino que pueden ser manipulados de muchas formas, incluso ocultándolos. El sentimiento social de inseguridad y la cobertura mediática de los sucesos policiales se realimentan en un proceso cíclico, circular, que tiene un principal beneficiario: la industria del miedo. La utilización del pánico moral23, por la ahora denominada criminología mediática, les deja muy buenos dividendos, pues a partir de esta construcción de la realidad no sólo se tiende a condicionar el contenido de las leyes (penales y procesal penales) y, en general, de las demás decisiones político-criminales del gobierno, sino también el de las sentencias de los jueces.
Sostiene Eugenio R. Zaffaroni que “el discurso —si es que así puede llamarse— de la criminología mediática no es otro que el llamado neopunitivismo de los Estados Unidos, que se expande por el mundo globalizado”.24 Sólo a partir de la lógica de este discurso puede entenderse cómo la política, mejor dicho, cómo algunos dirigentes políticos reaccionan en forma espasmódica frente a la cuestión criminal, cómo hacen campaña con apoyatura en esa plataforma criminológica o, peor aún, cómo se convierte en el núcleo de su accionar de gobierno, pasando de los dichos a los hechos.
Asimismo es preciso afirmar, siempre con Zaffaroni, que “los políticos latinoamericanos no tienen una idea de la realidad criminológica y por lo general no la entienden. Están urgidos de soluciones inmediatas y los tiempos de cambio social no son los de la política, marcados por la proximidad de las elecciones”.25 Es más: explica que hay políticos que toman prestado ese relato por oportunismo o por ideología autoritaria, pero lo cierto es que “los políticos desconcertados no advierten que la criminología mediática es sustancialmente extorsiva y que frente a una extorsión nunca se debe ceder, porque cada vez el extorsionador exigirá más y las concesiones no harán otra cosa que fortalecer su método”.26
Añadimos, por nuestra parte, que los fiscales y jueces también son sometidos a la extorsión mediática y que sin el respaldo de muchos funcionarios y magistrados judiciales “desconcertados” (Zaffaroni dixit) no sería posible explicar el geométrico aumento de la tasa de encarcelamiento bonaerense. Al analizar específicamente el funcionamiento del Poder Judicial bonaerense, en el undécimo capítulo, ampliaremos las razones de esta afirmación.
David Garland también se refiere al papel de los mass media en el funcionamiento del sistema penal, expresando que “un intermediario crucial en este punto son los diversos medios de comunicación que transmiten y representan los sucesos penales al público. Y dado que estos medios tienen sus propias dinámicas e intereses comerciales, a menudo ocurre que los valores de las noticias e intereses editoriales restringen y seleccionan los mensajes sobre sanciones que deban transmitirse al gran público”.27 De modo categórico, Pilar Calveiro acentúa que “los medios de comunicación, corazón de la nueva hegemonía, juegan un rol decisivo en la justificación y la legitimación de estas políticas de encierro creciente, agitando la bandera de una criminalidad que señala a los pobres y encubre las poderosas redes de las que esos mismos medios forman parte. Provocan la alarma social y difunden escenario de caos como estereotipos que manejan políticamente en los más diversos países, para alentar demandas de seguridad centradas en las políticas represivas”.28
Para empezar a conocer de qué manera la criminología mediática influyó en el desarrollo del proceso punitivista bonaerense, será preciso retomar la crónica del estudio que nos ocupa.
Al momento de su puesta en marcha, a fines de septiembre de 1998, muchos entendieron que se hizo un lanzamiento precipitado de la reforma procesal penal, con un apuro a todas luces inconveniente. Así, tanto para la Suprema Corte de Justicia, como para la Asociación Judicial Bonaerense (AJB).29
En aquel tiempo era poco menos que evidente la existencia de ciertas urgencias políticas para explicar la obstinada decisión (no sólo de la subsecretaria Falbo, sino de todo el gobierno bonaerense) en cristalizar esta necesaria transformación del sistema penal. Es que el gobernador Eduardo Alberto Duhalde ya estaba lanzado de lleno a la carrera presidencial, con vista en las elecciones generales del ‘99, por lo que tras el impresionante vendaval que le significó el “Caso Cabezas” (a partir de enero de 1997, por la probada conexión policial con el crimen, cuando tiempo atrás el propio mandatario se había desecho en elogios para la policía bonaerense y para su titular, el Comisario General Pedro Klodczyk), debía recomponer su imagen pública ante el electorado nacional que miraba con inquietud lo que sucedía en esta provincia, no sólo por la manera de ejecutar políticas activas tendientes al control del delito y la criminalidad, sino también por el modo de resolver la corrupción y brutalidad de la policía local que, por aquellos días, ya había sido rebautizada como La Bonaerense.
Duhalde era un político “desconcertado” (Zaffaroni dixit), urgido por tomar distancia cuanto antes de la “maldita policía” y, a la vez, por volver a congraciarse con los grupos dominantes, en especial, con los medios hegemónicos a nivel nacional, máxime que la víctima del insidioso asesinato de Pinamar era nada menos que un fotógrafo de la influyente revista “Noticias” (del Grupo Perfil).
Entonces, si había que tomar medidas drásticas contra la malhadada policía, se tomaban; pero en paralelo, si había que endurecer el discurso contra la inseguridad y la delincuencia, se endurecía; y, en general, si había que reescribir la historia reciente (borrando con el codo lo que antes se escribió con la mano), se reescribía. Todo con tal de llegar o de mantenerse en el poder. Como se advierte, con acierto, en la presentación del trabajo de investigación del Observatori del Sistema Penal i els Drets Humans (OSPDH), de la Universitat de Barcelona, a propósito de las reformas y contrarreformas al sistema penal español en el período 1995-2005, “todos conocemos las apelaciones a mayores cuotas de “seguridad” (entendida cada vez más de manera estrecha, es decir, en términos de “policialización” del espacio, del comportamiento, de las costumbres, ya sea con el despliegue de instituciones públicas o privadas), apelaciones que se han convertido en herramienta de gobierno, en promesa electoral, en populismo punitivo”.30
Al fin de cuentas, el neopunitivismo (con sus recetas represivas de importación, sobre todo zero tolerance), por un lado, consiste en la mayor severidad de las penas y en la expansión de los encierros preventivos (también en un aumento del rigor tratamental y de la violencia en los establecimientos penitenciarios), con menores derechos y garantías procesales para su imposición y, por el otro, implica una sensible reducción de los ámbitos de privacidad, donde debería regir el principio de reserva (CN, 19), merced al selectivo incremento del control policial, en particular, en el terreno contravencional: una zona de “no derecho”, donde la policización campa a sus anchas; aunque no sólo allí, desde luego. En conjunto, todas estas medidas se presentan como un “tolerable” tributo para la seguridad, a la que se llega por la vía de la “intolerancia” frente al delito y el caos o, con más precisión, frente al delincuente y el transgresor. En pocas palabras, se trata de una manifiesta tendencia a fomentar la represión y la selectividad del sistema punitivo convertida en normas jurídicas por parte de las fracciones conservadoras de la política.31
Desde una perspectiva teórica más amplia, ello se enmarca en una nueva concepción de la política y de la democracia, donde una y otra se hallan fuertemente condicionadas por el impacto tecnológico en materia comunicacional, es decir, en una sociedad donde los partidos políticos —como agrupaciones de ciudadanos con cohesión ideología, conductas orgánicas y proyectos comunes— ha ido perdiendo relevancia, a manos de expresiones políticas contingentes, por lo general, con liderazgos ocasionales y personalistas. Dicho de otro modo, estamos ante una sociedad donde el fenómeno comunicacional de masas ha crecido en importancia, al punto de ofrecernos dimensiones alternativas de la política y la democracia, al menos, en sentido tradicional. Según Alessandro Baratta, “la democracia es sustituida por la comunicación entre “políticos” y su público, o sea por la tecnocracia. Cuando esto sucede, la política toma cada vez más la forma del espectáculo. En efecto, en la “política como espectáculo” las decisiones y los programas de decisión se orientan no tanto a modificar la realidad, cuanto a modificar la imagen de la realidad en los espectadores: no tanto a satisfacer las necesidades reales y la voluntad política de los ciudadanos como más bien, a seguir la corriente de la llamada opinión pública… las funciones simbólicas tienden a prevalecer sobre las funciones instrumentales”.32
Esta característica posmoderna de la banalización de la política provoca la crisis de los partidos políticos (tradicionales, por designarlos de algún modo), y se manifiesta, con toda claridad, en el predominio de actitudes personalistas por parte de una dirigencia que actúa en forma inorgánica, es decir, sin demasiadas pertenencias partidocráticas (así se las suele designar para liberarse de la condicionante sujeción a las estructuras internas de las corporaciones políticas). Asimismo, se exterioriza en: i) la aparición de figuras prominentes (notables en otras actividades de la vida social y económica, incluido el selecto grupo de los ricos y famosos que se deciden a incursionar en política) y de nuevas agrupaciones que se ufanan, paradójicamente, de su apoliticidad; ii) la superlativa importancia de la comunicación audiovisual de los candidatos con la gente, a través de un relato que deliberadamente prescinde del pueblo como sujeto político; iii) el gradual ocaso del comité, del mitin y hasta de la militancia, todos ellos poco relevantes en una sociedad mediatizada, donde lo que posiciona mejor al candidato es la imagen y el mensaje televisados; y iv) la enorme significación que adquieren los sociólogos y sus encuestas de opinión pública, en tanto aportan los temas de interés social que desplazan a los antiguos programas (o plataformas) preelectorales de acción política. Ferrajoli profundiza el análisis de estas facetas de la crisis política de occidente, considerando que “más allá de sus factores de vaciamiento interno —la crisis de los partidos y de la participación política, el ligamen cada vez más estrecho entre política y dinero y la degeneración videocrática de la comunicación y del poder político—, el principio de representación se ha vuelto irrealizable por el debilitamiento de la relación entre pueblo y poder político. Por el hecho, en otras palabras, de que la adopción de las decisiones relevantes no corresponde ya a los poderes estatales sino a poderes supraestatales, cuando no de otros Estados, o peor, a poderes económicos de mercado. En todo caso, a poderes sustraídos a cualquier tipo de control popular”33, en directa alusión a la progresiva injerencia de los poderes fácticos que someten a los poderes públicos.
Duhalde no lo ignoraba, por supuesto. Tenía plena consciencia de toda esta metamorfosis política y democrática (por ejemplo, era conocido que la mayor parte de sus decisiones estratégicas dependían de los resultados de los sondeos y mediciones de opinión34), porque se trataba de un gobernante curtido que había acompañado a Carlos S. Menem en la primera fase de la regresión neoliberal (1989-1991), a la que el propio exvicepresidente se refiriera —años más tarde, tras perder su protagonismo nacional— como “sobredosis de neoliberalismo”35, hasta su desembarco en el territorio provincial, donde sucedió a Antonio F. Cafiero36, para completar dos períodos de cuatro años: de 1991 a 1995 y de 1995 a 1999. Por lo tanto, la elección de su delfín era una decisión clave para él por varios motivos. Entre otros, para seguir manteniendo el control en el principal distrito del país, o sea, el bastión político en el que sustentó todas sus proyecciones de poder y, además, para cubrir sus espaldas al momento de hacer el salto hacia el escenario nacional (a partir de las persistentes sospechas de corrupción que rodearon a la reforma constitucional provincial del ’94, que habilitó su reelección37). No había margen de error: el candidato a gobernador bonaerense del “Pejota” debía ser un compañero leal y, al propio tiempo, alguien capaz de restablecer la confianza del establishment.
Por esas razones, en la misma boleta justicialista, para ocupar el lugar que Duhalde dejaba vacante, había un “político de raza”, un dirigente todo terreno que había cumplido las funciones públicas más variadas (judiciales, ejecutivas y legislativas: de juez a ministro de Trabajo, de embajador en Italia a ministro del Interior y a vicepresidente de la República, además de sus épocas como legislador nacional), y que estaba dispuesto a casi todo con tal de llegar a la gobernación bonaerense, inclusive a enmendarle la plana a su predecesor en la recién estrenada reforma procesal-penal, si es que de esa manera satisfacía los crecientes requerimientos neopunitivistas de la criminología mediática y, en definitiva, de algún sector importante del electorado.
4. Hay que meter bala a los ladrones
En su edición del martes 3 de agosto de 1999, por sólo citar un ejemplo, el diario platense Hoy informó que el candidato a gobernador por el justicialismo Carlos Federico Ruckauf, cerró los talleres de reflexión sobre la plataforma de gobierno con un recio mensaje: hay que meter bala a los ladrones.38 Es más, también dijo que “hay que tener piedad por la gente y no por los delincuentes, en esto voy a ser durísimo”, al punto que admitió que “tengo una actitud menos garantista que muchos de mis compañeros, e incluso discrepo con mi candidato a vicegobernador que muchas veces se preocupa por la dureza que tengo contra el delito”. Asimismo, expuso que “voy a respaldar siempre a nuestra Policía, la bala que mató a un asesino, tiene que ser claro que es la bala de una sociedad harta de que desalmados maten a mansalva a inocentes” y en lo que significó un endurecimiento del discurso sobre la temática de seguridad, trató de marcar diferencias con respecto a la posición que tenía la Alianza, “no me va a temblar la mano para tomar las más duras medidas, hay que meterle bala a los ladrones”.39
Cuadran dos breves acotaciones liminares, una de carácter general, la otra específica, para entender en su real dimensión el surgimiento y desarrollo del fenómeno político que aquí denominamos ruckaufismo.
La primera se relaciona con lo que apontoca Garland al señalar, en forma genérica, que “las decisiones políticas siempre se definen con el telón de fondo de las moralidades y sensibilidades que suelen establecer límites a lo que el público podrá tolerar o a lo que pondrá en práctica el personal del sistema penal. Dichas sensibilidades imponen los aspectos de lo que es «apropiado», incluso sobre los gobiernos más inmorales, y dictan lo que es o no demasiado vergonzoso u ofensivo”.40 Luego agrega, que “en realidad, los principales defensores de las actitudes «autoritarias populares» que hacen énfasis en castigos severos y regímenes crueles casi siempre han sido políticos de orientación conservadora, así como aquellos sectores de la clase dominante que los apoyan”.41
Y la segunda se refiere al contexto sociopolítico del último año del siglo XX, que en palabras de Claudia Cesaroni se resume así: “en la campaña electoral por el cargo de gobernador de la provincia de Buenos Aires, se enfrentaba Carlos Ruckauf, ex ministro de trabajo de Isabel Perón y cofirmante de sus decretos de “aniquilamiento del accionar de la subversión”, vicepresidente en ejercicio y candidato por el Partido Justicialista, con Graciela Fernández Meijide, madre de un adolescente de 17 años secuestrado y desaparecido durante la dictadura, senadora nacional por el Frepaso, y candidata por la Alianza. Las elecciones fueron el 24 de octubre y Ruckauf se impuso por casi siete puntos de diferencia. Durante su campaña, anunció cuál sería su política para resolver lo que también se presentaba como un aumento insoportable de la inseguridad: Hay que meter bala a los delincuentes, repitió como consigna-emblema. Tiempo después, cuando ya era gobernador, dijo que deseaba que los delincuentes se pudran con sus manos agarradas a las rejas oxidadas de la cárcel. Entre una y otra frase sucedió la llamada Masacre de Ramallo: el 16 y 17 de setiembre de 1999, un robo a un banco, con toma de rehenes, terminó con una intervención brutal de las fuerzas policiales, que produjo la muerte de dos rehenes y un ladrón. Luego, otro de los asaltantes murió mientras estaba detenido. Apareció colgado, en lo que primero se definió como un suicidio y varios años después se comprobó que había sido un homicidio”.42
La táctica de campaña era simple y clara: para revertir los resultados de las legislativas del ’97, donde la lista de diputados nacionales encabezada por la frepasista Fernández Meijide, de la Alianza, se había impuesto nada menos que a la lista de la esposa del gobernador, Hilda “Chiche” Duhalde, era preciso contar, como punto de partida, con el voto peronista tradicional que Ruckauf estaba en inmejorables condiciones de retener, dada su setentista pertenencia a la ortodoxia del justicialismo, más allá de su vínculo con la dirigencia sindical que, en su juventud, lo había catapultado —merced al padrinazgo político del metalúrgico Lorenzo Miguel, del que después se apartaría— de juez laboral a ministro de Trabajo durante el gobierno de Isabel Perón, entre el 11 de agosto de 1975 y el 3 de febrero de 1976. Además, en los últimos tiempos, se había abierto del menemismo que en su segundo turno (1995-99) le permitió llegar a la Vicepresidencia de la República, una función que todavía conservaba. Pero con eso no alcanzaba, por lo que había que lanzarse a buscar el voto de los sectores conservadores y religiosos, para lo cual el candidato no escatimó improperios y descalificaciones personales hacia su adversaria a quien llegó a tildar de abortista, anticristiana y atea43, aunque ante la distancia que tomó su compañero de fórmula, Felipe Solá44, decidió detener la escalada45, sin rectificarse, pues lo dicho, dicho está.
En las en las elecciones del 24 de octubre, consiguió su objetivo, con votos propios y prestados, pero logró mantener la hegemonía justicialista en el reducto provincial más importante del país, aun cuando su sostén político viera esfumar su pretensión presidencial a manos de Fernando de la Rúa. Además, le tocaba gobernar un distrito siempre conflictivo, como el de Buenos Aires, careciendo de las mayorías legislativas para llevar adelante su ambicioso plan de meter bala a los delincuentes. Con otras palabras, si bien el caudal de votos recibidos de la “cavallista” Acción para la República (APR) y de la “alsogaraycista” Unión del Centro Democrático (UCeDé) fueron fundamentales para doblegar a Fernández Meijide46, eran insuficientes para dominar la Legislatura, donde se requeriría de complejos acuerdos parlamentarios para aprobar las leyes necesarias con miras al cumplimiento de su programa contra el delito y la criminalidad o, para mayor fidelidad con el discurso del gobernador electo, contra los delincuentes y los criminales.
A pesar de la adversidad del escenario legislativo, Ruckauf no se amilanó, habida cuenta que desde la conformación de su primer gabinete de ministros dio señales inconfundibles de que las suyas no habían sido sólo frases de campaña para ganar los comicios, pues puso al frente de las estratégicas carteras de Seguridad y Justicia a dos funcionarios plenamente identificados con su cruzada de ley y orden: el excarapintada Aldo Rico y el exjuez Jorge O. Casanovas47, aunque con suerte dispar, por cierto, porque mientras el primero duró pocos meses en su cargo, debiéndose alejar en medio de una situación escandalosa48, el otro se convirtió no sólo en el proyectista jurídico de la embestida antirreformista, a la que nos referiremos enseguida, sino también en su apegado compañero de ruta.
Hernán López Echagüe atribuyó al gobernador una severa interpelación a los parlamentarios provinciales, apenas haber asumido: “Exijo, en nombre de la gente que me votó, que los legisladores les desaten las manos a los jueces, fiscales y policías para combatir a los delincuentes, asesinos y corruptos”.49 La misma cita también fue recogida por la prensa que cubrió los actos el día de la jura.50
No era un simple pedido, una solicitud republicana de un poder a otro. Era una exigencia.
No obstante, representantes del gobierno participaron en una audiencia pública celebrada en la Cámara de Diputados, donde el ministro Casanovas defendió con enjundia todos los aspectos del proyecto, destacando que “queremos la ley clara para que la policía sepa qué hacer y queremos la ley clara para que los jueces sepan lo que la policía puede hacer”, tras lo cual cerró su intervención usando la fórmula benthamiana, pues el proyecto busca “el mayor bien para el mayor número”.51 En cambio, desde otros sectores se escucharon voces muy críticas, tanto la de Benjamín Sal Llargués, quien sostuvo que “las mayores atribuciones a la policía son a expensas de las menores atribuciones a los fiscales y a sus auxiliares que son abogados formados y seleccionados para cumplir con una función que, según pareciera resultar de la exposición de motivos, los ha hecho responsables de la impunidad reinante o manifiesta”52, cuanto la de Leopoldo Schiffrin, alarmado por el hecho de que “quede institucionalizada la legalización de las razzias policiales, los controles policiales masivos, que son típicos de los países dictatoriales y que se reintroduzca la espontaneidad policial… En fin, sabemos que la ley está plagada de eufemismos que encubren otras realidades mucho más duras”53, para agregar que “estamos en los prolegómenos de algo muy terrible”, a pesar de lo cual concluyó con una súplica religiosa: “Yo ruego que Dios ilumine a los legisladores en las sesiones próximas para que tomen el rumbo que, a mi juicio, la razón y la sagrada revelación —en la cual yo creo como tantos de ustedes— nos ponen en su persecución: justicia, justicia perseguirás”.54
Fue en vano. Los legisladores suelen ser poco proclives a obrar con tantos pruritos garantistas cuando, además, Ruckauf los estaba sermoneando en público, envalentonado con la legitimación política conseguida en las urnas. Por lo tanto, la mayoría optó por adherir a (o simplemente acatar) la incisiva reprensión del gobernador, dando luz verde al proyecto del ejecutivo que mientras, por un lado, le desataba las manos a la policía, confiriéndoles un conjunto de atribuciones que la versión originaria del código no autorizaba, entre las que destaca la de requerir al imputado indicaciones útiles para proseguir la investigación (art. 294 nº 8), por el otro, maniataba a los jueces en materia excarcelatoria55, obstaculizando las condiciones para el otorgamiento de la libertad provisoria, incluida la supresión del tope legal de duración de la prisión preventiva (art. 169), y prefijando iure et de iure causales denegatorias (art. 171) o revocatorias de las excarcelaciones (arts. 189 y 371).
Así, tempranamente se sancionó la ley 12.405 (B.O. 15-3-2000), también llamada “Ley Ruckauf”, donde algunos de los que la aprobaron eran los mismos que en el ’97, al influjo del espíritu garantista del momento, habían votado la reforma al Código Procesal (ley 11.922). Pero el gobernador no quedó satisfecho, pues los legisladores al reglamentar la ampliación de las facultades policiales, en particular, en los informales interrogatorios de la policía a los imputados al tiempo de la aprehensión, para que suministren datos útiles con el fin de ahondar la pesquisa, habían prohibido que esa información pueda ser utilizada en el juicio. Un recorte que al ejecutivo provincial le pareció a todas luces intolerable, por lo que de inmediato dictó el decreto corrector que dejaba sin efecto ese impedimento56, con lo cual, a partir de entonces, la policía no sólo recuperaba su poder de indagación frente al imputado, sino que además esas manifestaciones podrían hacerse valer en su contra, en el curso del debate oral. Con todo ello, las desacreditadas “espontáneas policiales”57 habían readquirido su carta de ciudadanía en el proceso penal bonaerense.
Al evaluar en tiempo presente el producto de su obra de gobierno, Ruckauf asegura con entusiasmo que “el resultado del funcionamiento del nuevo paradigma judicial fue inmediato. Jueces y policías actuaron con el debido respaldo y los violentos fueron saliendo paulatinamente pero persistentemente de las calles”.58 Y para que no queden dudas acerca de los méritos de “su” ley, a pie de página agrega que mientras el total de detenidos en 1999 era de 16.598, en 2001 fueron 23.103 No todos teníamos una visión optimista del instrumento legal que, en resumen, había concedido mayores potestades a la policía y dispuesto rígidas trabas al régimen de las excarcelaciones. Y lo afirmamos en primera persona del plural porque, justamente, desde la sanción de esa norma regresiva se produjeron distintas expresiones de resistencia y/o rechazo —algunas aisladas, otras asociadas— dentro de la magistratura penal bonaerense, que por entonces integrábamos. La respuesta no se hizo esperar: a los pocos días de la aprobación de la ley, quedó conformada (la que después se denominaría como) “La Red de Jueces Penales” (en lo sucesivo, “La Red”), constituida en la ciudad de Mar del Plata el 17 y 18 de marzo de 2000.
A partir de esas jornadas y durante la próxima década, esa asociación de jueces se mantuvo cohesionada en la irrestricta defensa de la independencia del Poder Judicial y de los derechos y garantías constitucionales, contrariados desde la prédica oficial de mano dura y tolerancia cero, que se perfeccionó con la sanción de la fatídica ley 12.405, es decir, la primera gran afrenta estructural al Código Procesal Penal de 1998.
Así resulta de los principales fragmentos de la “Declaración de Mar del Plata”, con la que concluyeron las jornadas inaugurales de “La Red”: “El Código de Procedimiento Penal sancionado en 1997 por ley 11.922 se adecua a las reglas del debido proceso constitucional, en cuanto resulta ser el sistema más compatible con el principio republicano de publicidad de los actos, al instituir el juicio oral y público para todos los delitos… Y a pesar de ciertas deficiencias operativas, ya se han podido verificar las bondades del nuevo sistema que asegura la imparcialidad del órgano juzgador y una preponderante intervención de las partes… Existe consenso en señalar que cuando las reformas al sistema procesal responden a situaciones de coyuntura y emergencia, se lesiona el derecho ciudadano a la seguridad y estabilidad jurídica, entendiendo que el Código Procesal contiene un delicado equilibrio entre dos puntos en tensión; a saber: la eficacia en la persecución penal del delito y el juzgamiento con todas las garantías”.59
La “Ley Ruckauf” no sólo consiguió desatar las manos a la policía —tal su exigencia a los legisladores el día mismo de ser posesionado en la jefatura del gobierno—, sino también logró maniatar a los jueces garantistas, bloqueándoles el otorgamiento de libertades procesales con un verdadero blindaje jurídico. No conforme, el gobernador comenzó a vituperar públicamente a la “Escuela de Zaffaroni”, amenazando con jury de enjuiciamiento “a cuanto juez se ponga del lado de los delincuentes”.60 Y más todavía, en la apertura del 129º período de sesiones ordinarias, ante la Asamblea Legislativa, el 2 de marzo de 2001, intensificó su campaña manodurista al preguntar: “¿Por qué razón un juez o un fiscal que deja salir asesinos y violadores tiene que tener solamente un juicio de sus pares? A mí me parece que si en una comunidad el 51% de los votantes dice que hay que remover un juez, pues hay que removerlo”.61
Ruckauf había ido demasiado lejos, sin dudas. Su discurso socavaba el contenido republicano que está en la base de nuestra organización institucional (CN, 1). Las tesis de Montesquieu y de otros teóricos de la modernidad, recogidas por los constituyentes del ’53, habían diseñado la tripartición del poder público, con dos ramas políticas, resultantes de la periódica elección popular (la administrativa y la parlamentaria), y con una función judicial estabilizada en el tiempo para actuar eficazmente como garante del estado de derecho, con una fuente legitimante diversa (derivada de la interacción de las otras dos instituciones estatales) que la margine de las vicisitudes de la política electiva, para ejercer en plenitud el contralor de los demás poderes públicos (y hasta privados), pero cuyas decisiones no estuviesen subordinadas a los cambiantes humores sociales a raíz de las contingencias cotidianas, sino dirigidas a la defensa permanente (en todo gobierno o contra todo gobierno) de los derechos fundamentales.
Las destempladas expresiones del gobernador se desentendían por completo de esas nociones básicas de la teoría constitucional. Él no estaba para “sutilezas jurídicas”, desde luego. Había llegado al poder con arengas de mano dura y nadie podría cambiarle ese derrotero ni impedirle cumplir el compromiso asumido con el electorado. Su antigarantismo no era una característica lateral; estaba en el centro de gravedad de la política criminal de su gobierno, aunque aquí le jugó una mala pasada, al hacerlo transitar por lugares escabrosos. Le llovieron críticas e impugnaciones a ese mensaje62, lo que no debería sorprender, pues se acercaba el otoño (austral, y el) de su gestión administrativa.63
Entretanto, en el ámbito de la Legislatura funcionaba la Comisión de Seguimiento de la Reforma Procesal, por entonces presidida por el diputado radical Francisco Ferro. Junto con otros colegas tuvimos ocasión de participar en algunas de sus periódicas reuniones, tanto en su sede natural, como en la visita que realizaron al Departamento Judicial de Mar del Plata, donde se analizaban los distintos problemas que iban surgiendo en la siempre compleja implementación del nuevo régimen de enjuiciamiento. Los intercambios de pareceres sobre el funcionamiento real del sistema penal bonaerense, entre legisladores y jueces, solían ser fructíferos porque, en general, no se advertían actitudes marcadamente corporativas ni intencionalidades partidarias en los miembros de dicha comisión.
Sin embargo, nuestro desánimo fue mayúsculo cuando al preguntarle a una senadora oficialista, con quien teníamos la confianza suficiente, acerca de qué posibilidades había de desacelerar la escalada del enfrentamiento entre el ejecutivo y la magistratura, abriendo una instancia de diálogo interinstitucional, o bien que el gobierno modere la intensidad de sus políticas de mano dura, la lacónica respuesta que nos dio fue “ninguna”, a lo que agregó algo todavía más inquietante: “es inútil, a la derecha de Ruckauf está la pared”.
En definitiva, el ruckaufismo no inventó nada. Sus propuestas para reducir los índices de criminalidad no eran más que la brusca adaptación al medio local de medidas de política criminal de importación, correctamente
62 Así, por ejemplo, al día siguiente de su alocución, en las jornadas de Necochea de “La Red”, sin abandonar el comedimiento habitual de la magistratura, la declaración final sostuvo que “ante la situación originada por el discurso del Sr. obernador de la Provincia en la H. Asamblea Legislativa donde propuso “echar a los jueces garantistas por el voto popular”, como asimismo por el proyecto de reforma constitucional provincial, donde se plantea la posibilidad de modificar el principio republicano de estabilidad de los cargos jurisdiccionales, es opinión coincidente y unánime de los aquí presentes el rechazo a dichas medidas”. Fuente: http://reddejueces.com/?page_id=187.
63 A los pocos meses, con mayor precisión, en agosto de 2001, el estado provincial carecía de los recursos necesarios para pagar los sueldos de los agentes de la administración pública, situación que lo forzó a emitir los famosos “Patacones”. Fuente: http://edant.clarin.com/diario/2001/07/25/e-01401.htm.
64 Tales como “tolerancia cero” (zero tolerance), “ventanas rotas” (broken windows) y “tres golpes y estás afuera” (three strikes and you’re out). Indagando sobre este fenómeno, Baratta
caracterizadas por Lola Aniyar de Castro como políticas de mano dura no sólo “porque significan sobrecriminalización y ausencia de garantías”, sino también “porque suelen estar dirigidas a favorecer, por contraste, los intereses de sectores privilegiados, al dirigir la mirada sólo al sector subalternizado y a sus sitios de paso y reunión”.65 En palabras de Calveiro, todas estas políticas implican “la atrofia del Estado social —por la flexibilización laboral, la desocupación, el aumento de la pobreza, la polarización social—”, a la vez que “se corresponden con el fortalecimiento o la hipertrofia de un Estado policial y penal. Así, tras la consigna de cero tolerancia al crimen —que se enarboló en los Estados Unidos y en otros países para “limpiar” las calles de las grandes urbes— se ejerce más bien una intolerancia radical y selectiva, una “guerra sin cuartel” contra los pobres del nuevo orden económico neoliberal”.66
5. Las secuelas neopunitivistas (primera parte)
Carlos Federico Ruckauf tenía mandato constitucional por cuatro años, hasta el 10 de diciembre de 2003. En esa fecha —o aún antes, si la crisis imponía un adelantamiento de los comicios— aspiraba a suceder a Fernando de la Rúa.67 Ni lo uno, ni lo otro.
753. Sólo fueron 753 días a cargo de la gobernación bonaerense, pues con el estallido social del 19 y 20 de diciembre de 2001, al que sobrevino
la caída del gobierno nacional y tres efímeros interinatos presidenciales, Duhalde lo convocó como canciller y hacia allá partió el segundo día del 2002. Con su renuncia, la administración provincial quedó en manos del vicegobernador Solá, quien mantuvo en líneas generales la política criminal heredada.68
Durante la vigencia de la ley 12.405 y de la política de hands-free para la policía, en efecto, se incrementó significativamente el número de detenciones, tal como alardeara Ruckauf69. Pero no fue lo único que creció, habida cuenta que “la licenciosa política represiva ideada por el gobernador arrojó, en poco más de seis meses, resultados patéticos: las denuncias por aplicación de torturas en comisarías aumentaron setecientos por ciento; el promedio mensual de menores de edad muertos en presuntos enfrentamientos con la policía se duplicó; las investigaciones por apremios ilegales, abusos, cohecho y consumo de droga contra policías crecieron cincuenta por ciento; la participación de miembros de la policía en casos de robo, extorsión y privación ilegítima de la libertad continuó inalterable; la muerte de rehenes en operativos de tinte cinematográfico, con cientos de policías cebados acorralando en ocasiones a un par de delincuentes, se tornó habitual”.70
Asimismo, desde el comienzo del manodurismo, la Defensoría de Casación comenzó a llevar el banco de datos de casos de tortura y otros tratos o penas crueles, inhumanos o degradantes, registrando 602 casos de torturas en el territorio provincial, de los cuales sólo algo más de la mitad (340) fueron denunciados por las víctimas con el objeto de iniciar las respectivas investigaciones, mientras que los restantes (262) fueron puestos en conocimiento de defensores públicos, con pedido de no radicar denuncia, por temor a represalias. El 10 de julio de 2001, el autor de la encomiable iniciativa y …..
titular del organismo, Mario Coriolano, hizo entrega de ese circunstanciado informe a representantes de los tres poderes estatales.71
En líneas generales, ese estado de cosas se mantuvo aun después de la partida de Ruckauf, pues con motivo de la visita al país de una delegación de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH), entre el 29 de julio y el 6 de agosto de 2002, se supo que en el ámbito bonaerense “la Comisión recibió numerosas denuncias sobre las acciones de las fuerzas de seguridad, incluyendo tortura, apremios ilegales y el uso excesivo de la fuerza. De acuerdo con los registros oficiales relevantes de la Provincia de Buenos Aires, se registraron más de 1.000 denuncias por apremios o maltratos a niños, niñas y jóvenes bajo patronato del Estado desde septiembre de 2000 a octubre de 2001. El Defensor ante el Tribunal de Casación de la Provincia mantiene un “Banco de Datos de Casos de Torturas y otros Tratos o Penas Crueles, Inhumanos o Degradantes” que contiene más de 1000 casos (en el período marzo de 2000 a julio de 2002) cometidos por personas en ejercicio de funciones públicas de los que resulten víctimas quienes se encuentran ligados a un proceso judicial. Según las autoridades provinciales, se puede afirmar que el número de condenas es prácticamente insignificante en relación con el número de denuncias. La Comisión considera que la investigación, juzgamiento y sanción es un instrumento clave en la erradicación de la tortura, y que la impunidad existente sobre graves violaciones de esta naturaleza contribuye significativamente a su perpetuación”.72
Todo más. Más procedimientos, más tiroteos, más gatillo fácil, más muertes, más detenciones, más apremios, más torturas y más presos, es decir, todos los indicadores subieron. Ni siquiera los índices de criminalidad decrecieron. En opinión de Ricardo Ragendorfer, “bajo la “mano dura” que el ….

Ir arriba