EL BIEN JURÍDICO Y SU FUNCIÓN DE GARANTÍA EN LA CONTENCIÓN DEL PODER  PUNITIVO Por Ricardo S. Favarotto y Mario A. Juliano

EL BIEN JURÍDICO Y SU FUNCIÓN DE GARANTÍA EN LA CONTENCIÓN DEL PODER  PUNITIVO

Por Ricardo S. Favarotto y Mario A. Juliano ([1])

“Ninguna teoría jurídica es totalmente original,

como que tampoco nace terminada y perfecta;

eso sería el fin de la ciencia,

la muerte de nuestra cultura jurídica”

Eugenio Raúl ZAFFARONI

(Teoría del Delito, Ediar, Bs. As. 1973, pág. 10)

 

 

  1. Breve noticia histórica de la evolución del de bien jurídico

La noción de Bien Jurídico (Rechtsgut, en alemán) fue conceptualizada originariamente por Birnbaum en 1834[2], quien, así, pretendía “fundamentar el castigo también de las conductas inmorales y antirreligiosas, afirmando que ‘…siempre podrá ser vista una suma de ideas religiosas y morales bajo la garantía general de un bien colectivo establecido del pueblo’, lo cual determinaría que ‘deben ser previsto como antijurídicos ciertos tipos de conductas inmorales e irreligiosas (…) por ofender los sentimientos éticos de todo un pueblo’[3].

Aun cuando (es evidente) que la confusión premoderna de pecado y delito, moral, religión y derecho penal[4], estaba todavía arraigada en la reminiscente ideología de Birbaum, éste entendía a los bienes jurídicos como meros objetos materiales dignos de protección, cariz que fue acentuándose a consecuencia del momento histórico de su formulación (el siglo XIX temprano, fuertemente influido por la impronta de la Ilustración y el liberalismo), donde se encontraba hondamente arraigada la ideología del contrato social, el desarrollo de las ciencias y el racionalismo, todo lo cual dificultaba la comprensión y aceptación de intereses más difusos e inmateriales.

Condicionado del mismo modo por la fuerte lucha que la burguesía dominante había librado contra el Estado absoluto y teocrático, los bienes jurídicos sólo podían ser entendidos como derechos subjetivos individuales (de los cuales resultaban titulares las personas), en contraposición con los intereses comunes o colectivos, que eran rechazados por esa misma fuerte oposición a toda idea de opresión estatal a los individuos.

No obstante algunas diferencias significativas en la proposición del tema, tres de los más grandes pensadores del derecho penal moderno (Feuerbach, Listz y Binding), transitaron en términos generales por la misma senda (es decir, la concepción material e individual del bien jurídico), ello hasta que, en las primeras décadas del siglo XX, la denominada Escuela de Kiel (identificada con el pensamiento nacional-socialista alemán) creyó llegada la época de transformar en forma radical la formulación del poder punitivo, entendiendo (en este orden de ideas) que podía prescindir del concepto de bien jurídico en la construcción del ius puniendi, al considerarlo inútil, ya que el injusto debía ser entendido como una mera infracción al deber, conducta desobediente y contraria al orden jurídico-político, independientemente de la existencia de afectación o dañosidad social alguna.

 

  1. Intentos de definir al bien jurídico

Como suele suceder en la ciencia del derecho penal, definir los conceptos dogmáticos troncales sobre los cuales se construye la teoría del delito no es una tarea sencilla; muy por el contrario, ello se encontrará condicionado por la formación jurídica de cada autor, de la ideología (y a menudo hasta de los intereses) política que se involucren en la cuestión, del estado del desarrollo de la ciencia y del momento histórico en que se lleva a cabo esa labor.

De acuerdo al sitio en el cual se colocase el acento, el bien jurídico ha sido visto como un concepto jurídico (concebido por el hombre) o prejurídico (anterior a la formulación de la ley, en un sentido óntico), individual (derecho subjetivo personal) o colectivo (derecho común a una generalidad indeterminada de individuos), objetivo (bienes materiales) o subjetivo (bienes genéricos e inmateriales). Como es obvio, en el afán superador y en la búsqueda de síntesis, se han formulado conceptos unificadores, que en su definición tratan de abarcar más de un aspecto de los señalados.

No podemos dejar de señalar en este tramo que la aludida dificultad para precisar los contornos del concepto del bien jurídico ha constituido un argumento de importancia para aquellos que cuestionan su importancia y necesidad y quieren prescindir del mismo.

Sin pretender ser originales, por nuestra parte podríamos afirmar que en la búsqueda de una idea lo más precisa y comprensible posible del bien jurídico, consideramos que es necesario comenzar por decir y comprender que las sociedades democráticas contemporáneas estructuran su organización de acuerdo a un programa que contiene los valores más relevantes para el funcionamiento de la vida en comunidad, programa resumido en la Constitución de cada Estado, y más modernamente, en el derecho internacional de los derechos humanos.

Si bien en nuestro país el programa histórico de la Constitución Nacional puede ser definido como parco (sin que tal calificativo implique un juicio de valor peyorativo, sino quizá todo lo contrario, ya que es posible que esa parquedad haya permitido que el texto histórico sobreviviese a más de 150 años de avatares políticos e históricos) y los objetivos fundacionales de la Nación deben ser poco menos que colegidos de la lectura del Preámbulo, de las derivaciones del republicanismo que establece el artículo 1, del principio de reserva del artículo 19 y del reconocimiento de la existencia de derechos y garantías implícitos del artículo 33, lo cierto es que de la mano de la reforma introducida a la Carta Magna en 1994, se constitucionalizan una serie de Tratados, Pactos y Convenciones (comprensivos del denominado derecho internacional de los derechos humanos), los cuales hacen explícito en forma contundente el programa a que se hacía alusión al comienzo, configurando así una verdadera carta de navegación para los tiempos y sobre la cual debe conformarse una sociedad que incuestionablemente debe ser democrática, pluralista, inclusiva y tolerante.

Es así que los Tratados, Pactos y Convenciones enumerados en el art. 75.22 de la Constitución Federal dejan fuera de toda duda que, por ejemplo, “Todo ser humano tiene derecho a la vida, a la libertad y a la integridad de su persona” (art. I de la Declaración Americana de los Derechos y Deberes del Hombre y con parecidos textos el art. 3 de la Declaración Universal  de Derechos Humanos, el art. 4 de la Convención Americana sobre Derechos Humanos y art. 6 del Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos), que “Toda persona tiene derecho a la protección de la ley contra los ataques abusivos a su honra, a su reputación y a su vida privada y familiar” (art. V DADDH; art. 12 DUDH; art. 11 CADH; art. 17 PIDCP), que “Toda persona tiene derecho a la propiedad privada correspondiente a las necesidades esenciales de una vida decorosa, que contribuya a mantener la dignidad de la persona y del hogar” (art. XXIII DADDH; art. 17 DUDH; art. 21 CADH), y así sucesivamente, toda otra serie de derechos y garantías (protección de la familia, protección a la maternidad y a la infancia, derecho de residencia y tránsito, inviolabilidad del domicilio y de la correspondencia epistolar, etc.) que pueden ser considerados como verdaderos ideales o valores axiomáticos para la organización de una sociedad.

Las aludidas Cartas Trascendentes de la Nación (léase Constitución, Tratados, Pactos y Convenciones) encomiendan a los Estados, de forma expresa, la promoción, reconocimiento y respeto de los derechos y garantías contenidos en sus respectivos textos y en base a los cuales debe expresarse el derecho interno.

En el terreno del Derecho Penal, dichos ideales o valores axiomáticos, dignos de toda consideración social, se expresan en bienes jurídicos a los cuales la ley asigna relevancia, como lo son la vida y la integridad física de las personas, su honor, la integridad sexual, el estado civil, la libertad, la propiedad, la seguridad pública, el orden público, la seguridad de la Nación, los Poderes Públicos y el orden constitucional, la administración pública y la fe pública, genéricamente considerados.

Es de hacer notar en este tramo que nuestra Constitución no deja lugar a duda que los bienes jurídicos penalmente relevantes son tanto individuales (la vida, el honor, la integridad física y sexual) como colectivos (el orden público, la seguridad de la Nación, la fe pública), de tal modo que –al menos– ese tramo de las discusiones teóricas parecería superado.

También es de hacer notar que –producto de la concepción liberal y antropocéntrica de la Constitución– los bienes jurídicos penalmente relevantes son organizados sobre la base de una escala prioritaria de valores, donde se coloca entre los primeros a ser tenidos en consideración a los individuos, para pasar a ocuparse luego y sólo después, de las afrentas que pudiera llegar a sufrir el Estado. Ello a diferencia de los Códigos Penales de distinta orientación ideológica, como lo puede ser el cubano o el de los países de la ex órbita socialista soviética, al igual que en el caso de la Alemania nazi, la Italia fascista o la España franquista, donde se coloca (en el caso cubano) y colocaba (en los restantes casos) en primer lugar las agresiones al Estado, para pasar a ocuparse luego de los individuos, dejando claramente establecido el orden de las prioridades que debían tenerse en cuenta.

Justamente, la distinta relevancia de los bienes jurídicos se exterioriza (o debiera exteriorizarse) por la diferente intensidad o magnitud con que se sanciona la realización de las conductas penalmente reprochables. En este sentido, en una escala de valores lógica, razonable y proporcional, por ejemplo, nunca una afectación a la propiedad podría ser más severamente sancionada que una agresión a la vida de las personas, como de hecho –lamentablemente– se ha registrado en más de una oportunidad en nuestros anales legislativos, y aún hoy se sigue presentando como producto de una equivocada política criminal.

 

  1. Funciones del bien jurídico

Volviendo a la cuestión convocante (procurar definir los  confines del concepto de bien jurídico en el derecho penal) aparece como una de sus más importantes funciones la limitante o reductora de punibilidad, ello en un doble sentido.

En primer lugar, como límite impuesto al legislador, quien no podrá crear delitos que no se compadezcan o se encuentren en sintonía con los valores axiales de la Constitución. Así, repugnaría al orden jurídico constitucional que en un momento determinado se pretendiera convertir en delito la forma de pensar, los gustos artísticos, las convicciones religiosas, la disidencia política y, en definitiva, todos los ámbitos reservados a los individuos, exentos de la autoridad de los Magistrados. Dicho con otras palabras, tales esferas de la autonomía personal nunca podrán ser convertidas en bienes jurídicos penalmente relevantes.

En segundo lugar –pero no por su orden de exposición, de menor importancia– como límite infranqueable al poder punitivo del Estado, de donde, la persecución penal a las personas no podrá extenderse más allá del contorno definido en forma expresa por los delitos penales consagrados y reconocidos por la ley. Se involucran en este tramo cuestiones relacionadas con la tipicidad y los requisitos imprescindibles para la validez de la ley penal (ley cierta, escrita, estricta), temática que por mucho excede los propósitos de este trabajo, pero que no por ello puede dejar de ser señalado.

En éste último sentido, es esencial destacar como una de las más trascendentes contribuciones del saber jurídico ilustrado a la configuración del derecho penal moderno, la tajante separación entre la moral y el derecho, de donde sólo serán jurídicamente reprochables las acciones de los hombres contempladas por la ley como expresamente delictivas, al margen que puedan existir otras conductas que –de acuerdo a la formación de cada observador– puedan aparecer como moralmente reprochables, las que no obstante, tampoco pueden ser alcanzadas por el poder punitivo estatal.

 

  1. La afectación del bien jurídico

Por imperio del principio de reserva, plasmado en el art. 19 de la Constitución Nacional (aquél por el cual “Las acciones privadas de los hombres que de ningún modo ofendan al orden y a la moral pública, ni perjudiquen a un tercero, están sólo reservadas a Dios, y exentas de la autoridad de los magistrados”), el derecho penal solamente se encuentra habilitado a punir conductas (actos u omisiones humanas), actual o potencialmente aflictivas. De tal modo que constituye uno de los requisitos ineludibles para la existencia del delito (cualquiera que el mismo sea) que la acción se exteriorice con la producción de una afectación al bien jurídico (lesión o peligro). De ahí la formulación del tradicional principio de lesividad, expresado con el brocárdico nullum crimen sine iniuria.

Afectación que para ser representativa y habilitar el ius puniendi debe poseer significación en relación al bien jurídico de que se trate, esto es, que la lesión no sea mínima, bagatelar o intrascendente (el clásico ejemplo de tomar subrepticiamente una cerilla de la caja de fósforos), habida cuenta que en un Estado democrático de derecho el poder punitivo debe ser concebido como una instancia de ultima o extrema ratio, cuando no existe otra alternativa posible para la resolución del conflicto.

Consideramos que esta cuestión (la de la necesidad de la existencia de una afectación al bien jurídico para habilitar la intervención del poder punitivo estatal) es una de las ideas centrales para la configuración de un derecho penal que se precie de apegado y respetuoso al Estado Democrático de Derecho.

 

  1. La función del Derecho Penal con relación a la vigencia de los bienes jurídicos

Es usual que al momento de referirse al bien jurídico –tanto los teóricos, cuanto los prácticos– lo hagan aditándole los vocablos “protegido” o “tutelado”, connotando, de ese modo, que la ley penal tiene por función –justamente– proteger o tutelar los bienes jurídicos enumerados en el catálogo. Entendemos que tal idea es equivocada y errónea, ya que lo cierto es que la ley penal no tiene por misión el cumplimiento de dichas funciones (tutelar o proteger bienes jurídicos).

La ley penal –exteriorizada en los bienes jurídicos que el legislador ha considerado más relevantes– tiene por principal función la de hacer público en  qué supuestos, precisos y acotados, los actos, acciones u omisiones de un individuo se convierten en delictivos y se habilita la intervención del poder punitivo estatal, pero en forma alguna puede ser su cometido el de tutelar o proteger dichos bienes jurídicos.

Lo precedente no quiere decir que los aludidos bienes jurídicos relevantes no sean merecedores de tutela y protección y que el orden jurídico no esté interesado en su preservación. Todo lo contrario. Pero esa función no puede ser desempeñada ni por la ley penal ni por el Poder Judicial, ya que los conceptos de tutela y protección entrañan acciones preventivas, de cuidado y anticipación, que insistimos, no se encuentran dentro de las posibilidades legales ni materiales de realización del poder punitivo estatal.

La tutela y la protección de los bienes jurídicos relevantes (que los individuos no se lesionen o se maten entre sí, que no se sustraigan los bienes de propiedad, que no se agreda la libertad sexual de las personas, etc.) debe ser promovida y desarrollada por el poder encargado de la custodia de la coexistencia pacífica en sociedad, esto es el Poder Ejecutivo, quien sí cuenta con los medios materiales necesarios (poder de policía, promoción de la comunidad, campañas de difusión, etc.) para evitar la agresión a los bienes jurídicos más relevantes.

La tendencia contraria (la recurrente invocación a los bienes jurídicos “protegidos” o “tutelados” por parte de los operadores del sistema judicial) trae implícita una errónea asunción de roles (que el Poder Judicial desde el fuero penal debe proteger o tutelar bienes jurídicos) lo cual hace desembocar en la inevitable impotencia funcional para el cumplimiento de tal cometido, habida cuenta la imposibilidad legal y material de “anticiparse” a la comisión de los delitos para tutelar o proteger bienes jurídicos.

 

  1. El conflicto del principio de lesividad con los denominados delitos de peligro

Si bien la cuestión se presenta clara en  el sentido que se propicia en relación a los denominados “delitos de lesión o resultado”, donde claramente puede advertirse la existencia de la afectación al bien jurídico de que se trate (la muerte de una persona, la sustracción de un efecto, el ardid o engaño para obtener una ventaja patrimonial, etc.), no sucede lo propio en relación a los denominados “delitos de peligro”, genéricamente considerados.

En efecto, dentro de esa categoría (los delitos de peligro) se incluyen una serie de acciones que en sí mismas no suponen afectación alguna a los bienes jurídicos (por ejemplo, formar parte de una asociación de personas que tiene por finalidad cometer delitos, pero que todavía no ha cometido delito alguno), pero en las cuales puede inferirse la existencia de una situación propiciatoria y riesgosa que, previsiblemente, más tarde o más temprano, puede desembocar en la agresión que se pretende evitar.

Lo cierto es que con el advenimiento de las sociedades modernas y desarrolladas y sus crecientes reclamos de eficacia en la prevención y represión del delito, se comienza a reafirmar una tendencia al “adelantamiento de la línea de punición”, esto es, la criminalización de conductas que aún –abstractamente consideradas– no afectan bien jurídico alguno, pero que, presumiblemente, pueden llegar a hacerlo, de no intervenir para interrumpir el curso causal de los acontecimientos.

Según es sencillo de advertir, la tendencia a anticipar la criminalización de conductas entraña serios riesgos para la plena e irrestricta vigencia de un derecho penal respetuoso de los espacios reservados a la autonomía individual de las personas.

Pero necio sería desconocer que hoy, en la inmensa mayoría de los códigos penales contemporáneos, la aludida tendencia anticipatoria se encuentra decididamente consolidada y en franco aumento. Entendemos que aun admitiendo la posibilidad que la sociedad pueda valerse de la ley penal para prevenir situaciones  que más tarde o más temprano pueden desembocar en la afectación a alguno de los bienes jurídicos más relevantes, es preciso y necesario establecer claros límites a los fines de evitar la desmedida expansión del fenómeno penal, que de acuerdo a las experiencias históricas, cuenta con aptitudes suficientes para arrasar con libertades civiles trascendentes para las personas.

En este sentido entendemos que los denominados “delitos de peligro” deben contar con un límite fundamental, como lo es la demostración de la existencia del supuesto peligro que contempla la ley. Dicho con otras palabras, el peligro nunca puede ser inferido iure et de iure, sino que siempre debe ser reputado iuris tantum, es decir, sujeto a prueba.

Para comprender claramente a qué nos referimos cuando sostenemos lo precedente (que el peligro no puede ser inferido) consideramos válido ejemplificar la situación con el conocido caso de la tenencia y portación de armas de fuego. En este sentido, nuestro país registra jurisprudencia extremadamente apegada a la letra de la ley y que sin analizar en forma sistemática el orden jurídico involucrado, ha condenado a coleccionistas y herederos por tener en su poder armas de fuego consideradas por la reglamentación como “armas de guerra”, no obstante resultar evidente y manifiesto la ausencia de todo peligro a los bienes jurídicos.

 

  1. Crisis del bien jurídico y necesidad de su defensa

El mal uso del Bien Jurídico (Rechtsgut), ha justificado lo injustificable: la expansión del derecho penal hasta las fronteras de lo inconmensurable (v. gr., con la Escuela de Kiel); entonces, las desconfianzas (y hasta el escepticismo que domina amplios sectores de la ciencia jurídica), respecto de la utilidad dogmática de este ambivalente concepto, tienen sobrada razón de ser.

Ahora bien; una de las más firmes críticas parte, sin embargo, de la Escuela de Bonn, donde se agrupa la corriente funcionalista sistémica, liderada por Günter Jakobs, que considera –sintética y simplificadamente, claro– que deben relativizarse las escalas de valores e intereses que entrañan los bienes jurídicos, proponiendo que la sociedad se organice sobre la base de un sistema jurídico donde las normas tienen el rol de estabilización de la vida en comunidad (y la pena se enfile en el sentido de la prevención general positiva), y donde cada ciudadano resulta garante de su vigencia y cumplimiento.

Así, resulta poco menos que secundario que la conducta imputada haya causado alguna lesión a terceros o afectación a derechos o garantías, sino que lo verdaderamente decisivo es la infracción formal a la disposición legal, defraudando las expectativas normativas del conjunto social (sistema), por la actitud desafiante y disfuncional del individuo, perturbadora del (cuando no, generadora de un clima hostil al) derecho.

De esta forma, subalternizando la idea que trasunta el concepto de bien jurídico, lo que pasa a cobrar relevancia es la vigencia de la norma en cuanto tal, llegándose a admitir la existencia de delitos que carecen de una real afectación al Rechtsgut, donde lo preponderante resulta ser el rol que es esperable que cada uno desempeñe para la preservación de la paz jurídica. Lo que se sanciona, entonces, es la desobediencia por la desobediencia misma.

No nos parece que el debilitamiento ni, menos aún, la prescindencia del bien jurídico sea el camino a seguir para superar sus ambigüedades o, peor, su uso disvalioso; en cambio, retomando la mejor tradición jurídica, creemos que debe mantenérselo vigente cumpliendo funciones limitativas y reductoras, como canal de contención del exponencial incremento del poder punitivo[5].

En efecto, el Bien Jurídico al servicio de un derecho penal mínimo requiere –a título de conditio sine qua non– suprimir las fórmulas vagas, imprecisas y abiertas, cerrando el círculo, mediante la plasmación como tales de aquellos (y sólo de aquellos Rechtsgut) que se relacionan inescindiblemente con los derechos fundamentales de la persona humana, con su dignidad, en tanto permitan –además– su integración y realización en el medio social; es decir, cumpliendo una función crítica o de garantía, un papel político-criminal “que lleva a determinar, en el momento legislativo, si detrás de una nueva incriminación proyectada existe realmente un bien jurídico relevante, efectivamente merecedor de protección penal… En tal caso, el bien jurídico cumple una función de legitimación material de la norma, pues ésta siempre necesita ser justificada racionalmente y ordenada a fines útiles, en el Estado constitucional, social y democrático de derecho…”[6].

Concluimos que un saber jurídico afincado en la doctrina constitucional y en los postulados del derecho internacional de los derechos humanos no puede, ni debe, renunciar  a la  necesidad del concepto de bien jurídico, en tanto quede configurado como elemento dogmático para la construcción de un derecho penal apegado al Estado democrático de derecho y, en definitiva, para la plena vigencia de la libertad individual y los derechos civiles cardinales.

 

8. BIBLIOGRAFÍA

 

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-Manual de Derecho Penal. Parte General; 5ª edic., Ediar 1986.

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-Derecho Penal. Parte General (en coautoría con Alagia y Slokar); Ediar, 2000.

[1] Trabajo publicado en la Revista del Instituto Superior de Criminología y Ciencias Penales “Dr. Jorge Zavala Baquerizo”, dependiente de la Facultad de Jurisprudencia y Ciencias Sociales y Políticas de la Universidad de Guayaquil, Ecuador (Año 8, edición nº 11), Guayaquil, diciembre de 2005, pp. 42/53.

[2] La ambigüedad y la ambivalencia parecen ser notas congénitas del Rechtsgut, que habrán de consolidarse durante un extenso proceso pendular (corsi e recorsi, al decir de los italianos), toda vez que el concepto fue acuñado por Birnbaum desde una perspectiva restauradora (según Hernán Hormazábal Malarée, en “Bien jurídico y Estado social y democrático de derecho”; Editora Jurídica Conosur, 1992, pág.  20), para marcar sus nítidas divergencias con el Código Penal de Baviera de 1813, que respondía al pensamiento liberal de Feuerbach, es decir, como una propuesta dirigida a castigar los delitos contra la moral y la religión que habían sido descriminalizados en ese ordenamiento (cfr. Fernández, Gonzalo D. “Bien jurídico y sistema del delito”, edit. B de F, Montevideo-Bs. As. 2004, pág. 290).

[3] Cfr. Fernández, ob. cit., pág. 88.

[4] Así o acaso por no haber asimilado a cabalidad, en términos evangélicos, que es preciso “Dad al Cesar lo que es del Cesar y a Dios lo que es de Dios” (Mt. 22, 21; Mc. 12, 13-17; Lc. 20, 20-26), lo que se traduce, en términos políticos, en una clara diferenciación del orden divino (y trascendente), del humano (y temporal), es decir, de las normas de la Iglesia y de las del Estado.

 

[5] Una vez más, acudimos a Gonzalo Fernández para sostener con él que: “A pesar de todo ello, tenemos la convicción de que la teoría del bien jurídico es un instrumento garantista y que el uso adecuado de ella configura una herramienta de primera importancia para el modelo de derecho penal mínimo, tendiente a reducir al mínimo indispensable el uso social de la práctica punitiva” (cfr “Bien Jurídico y…”, pág. 290).

[6] Cfr. Fernández, en “Bien Jurídico y…”, págs. 293/4.

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